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"... de cuyo nombre no quiero acordarme..."

Cuando era un lector adolescente, con pocas referencias ilustradas, me intrigaba esa famosa frase del inicio del Quijote. La crítica literaria, tan insistente en la obra de Cervantes, habrá dado algunas interpretaciones a esa voluntad de "no querer acordarse", desde considerarla una forma elegante de despreciar un lugar de La Mancha hasta clasificarla como un feliz gesto retórico. Lo cierto es que se trata de una expresión -extraída incluso del lenguaje vulgar con toda su polisemia- destinada a mantener la tensión literaria, cargando de falsas expectativas los asuntos secundarios para animar la continuidad de la lectura. La indeterminación y, por tanto, el suspense en la definición de un escenario o de unos personajes en un episodio de escasa trascendencia sirve para superar esa intrascendencia abriendo perspectivas que luego no tienen por qué confirmarse. Pero ese truco literario se ha introducido desde hace tiempo en el lenguaje menos depurado, más basto y más directo de los medios de comunicación, sobre todo en la radio y en la televisión. Con este traslado de la literatura a la información, simular el olvido o el desconocimiento del nombre de una persona, una localidad o un acontecimiento se ha convertido en una simple manipulación de la noticia. Constantemente oímos ese tipo de frases: "Un político de izquierdas que no quiero nombrar pero que todos ustedes conocen...", "alguna de las comunidades periféricas del norte de la Península...", "esos partidos políticos que no hace falta citar...", "aquel conocido intelectual de la República...". Todas ellas serían más eficaces si dieran el nombre del político de izquierdas, de la comunidad periférica, del partido y del intelectual republicano. ¿A qué obedece ese esfuerzo de ambigüedad?

El propósito de no decir las cosas por su nombre debe de tener alguna explicación más consistente que la simple voluntad barroca de la expresión literaria. Por ejemplo, podría ser una deficiencia de información que indujera al periodista a no concretar demasiado para no hacer el ridículo. Otra podría ser la permanencia de viejas costumbres estilísticas, obligadas, durante el franquismo, a explicarlo todo confusamente para que el lector pudiera adivinar entre líneas lo que había tachado la censura. Pero es seguro que se trata de una tendencia general enraizada en muchos ámbitos culturales: cargar significados distintos y hasta contradictorios en un mismo acto y en una misma descripción, utilizando el método confusionario -y poco comprometido- de no llamar a las cosas por su nombre, abriendo un abanico aleatorio de reinterpretaciones, alusiones, sobreentendidos. Es un método que seguramente ha dado buenos frutos en el campo literario, pero que en el de la información -y quizá en el del discurso político- es claramente pernicioso. Las anécdotas en el estilo del no quiero acordarme pueden ser más o menos banales, pero si analizamos noticiarios y comentarios políticos, encontraremos confusiones más graves, orquestadas para desinformar intencionadamente. Algún día, por ejemplo, habrá que hacer la historia del trámite del Estatuto yuxtaponiendo titulares y grabaciones a lo largo de todo el periodo y veremos que, con tal confusión, se negaba al ciudadano cualquier instrumento para formular una opinión responsable, y se contribuía, además, a confundir a los propios actores.

Es cierto que la tendencia a la confusión ha conseguido nuevas expresiones artísticas y ha configurado importantes periodos culturales, pero también hay que alertar contra el truco de superponer cualquier confusión arbitraria como recurso de modernización cultural. Hay muchos ejemplos, sobre todo en el campo del teatro y el espectáculo. Me refiero a los cambios de contenido -incluso el anecdótico y temporal- con que los jóvenes directores e intérpretes torturan los textos clásicos, creyéndose portadores de una nueva creatividad, aunque sea la de la confusión y el malentendido. El caso de la ópera es escandaloso, pero también lo es el del teatro clásico. Para ofrecer una visión moderna de las grandes óperas no se plantea otro método que el de superponer una confusión temática. En el mismo Liceo hemos visto un Don Giovanni adaptado a un paisaje suburbial, un Maestros cantores metido a duras penas en una escuela de párvulos, un Wosseck convertido en un drama obrero. Y si pasamos a las escenas internacionales, los ejemplos son más abundantes. Aparte de la excelencia de los resultados estéticos conseguidos, hay que discutir si el cambio de situación y de referencia se adecua a las constantes culturales que unían música y libreto y si alcanza a actualizar el punto de vista sobre un hecho cultural antiguo. Pero, sobre todo, hay que tener en cuenta que añadir confusión en la epidermis de un espectáculo no es una auténtica modernización, sino un banal subterfugio. No reduciremos así el fallo de tener tan pocas óperas originariamente modernas, activas y vitalizadas, ni simularemos una modernidad olvidando simplemente el nombre verdadero y original de todas las cosas.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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