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Columna
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Delitos mayores

Fue dolorosa la mentira de los Reyes Magos. Hoy lo es asumir que también son falsos los niños. Los chavales de ahora representan una nueva versión respecto al crío que fuimos, y especialmente los adolescentes que, si hasta hace poco eran un híbrido entre la infancia y la madurez, hoy piensan y actúan como adultos. El territorio de la infancia está siendo expoliado por la practicidad, el materialismo y el descreimiento de este tiempo. Antes, el limbo de la niñez se prolongaba plácidamente hasta la adolescencia, aún contagiada de candidez, de miedos y expectativas. Los quinceañeros de finales de los ochenta o principios de los noventa aún nos sentíamos vulnerables ante un mundo que nos prohibía subir solos en ascensor y nos incluía en la publicidad de Famóbil.

Hoy, sin embargo, los jóvenes madrileños comienzan a beber y a fumar a los 13 años, pierden la virginidad a los 15 y cada vez cometen más delitos antes de la mayoría de edad. Los continuos casos de menores implicados en agresiones, extorsiones o asesinatos delatan una nueva adolescencia, el final de una infancia antiguamente derramada hasta el instituto. La semana pasada se publicó el caso de un chaval de 15 años que amenazaba a un disminuido psíquico en Tielmes para que le diera dinero. La víctima había llegado a robar a su madre tras ser obligado a correr alrededor de un parque hasta desfallecer como castigo por no pagar a su maltratador. Hace 15 días un menor neonazi agredió con una botella y una cadena a otro joven en el paseo de Moret porque llevaba una insignia contraria a la fascista. Y, recientemente, asistimos estupefactos a las imágenes de un menor quemando a una indigente en un cajero.

Parece que ninguno de estos chicos provenía de familias ni entornos conflictivos, sin que ello excuse la impunidad con la que niños marginales roban carteras y teléfonos móviles en la Puerta del Sol. Hay que asumir que no existe gran diferencia entre un chico de 16 y uno de 18. Ambos comparten las pandillas donde se emborrachan y se acuestan, incluso consumen la moda, la música, el cine o los videojuegos de muchos treintañeros. Hoy un chaval de 16 es un adulto, para lo bueno y para lo malo, para permitírsele comprar cerveza en una gasolinera o para ir a la cárcel si mata o lleva a un compañero de clase al suicidio.

La excesiva protección al adolescente por un lado lo infravalora, lo cohíbe y censura en muchos actos que ya siente que le corresponden y, por otro, le dota de una inmunidad peligrosa. Se ha precipitado el salto de la infancia a esta madurez con acné y piercing. Los chavales han pasado de pedirle a los Reyes muñecas y Spidermans a los 11 a encargarle a los padres teléfonos móviles y ropa de marca a los 13.

Quizá los jóvenes de la Transición, quienes debieron crecer deprisa en un momento de cambio y de empleos prematuros, quisieron prolongar y mimar de una manera especial la infancia de sus hijos, los adolescentes de los primeros noventa, en una época idónea para ser un niño (basta comparar la programación infantil de los ochenta con la actual). Y 15 años después, los adolescentes de 2006 viven, sin embargo, en una España y un mundo mucho más maduro y escéptico. Hoy no es un buen momento para ser niño, los preadolescentes observan con ansiedad un panorama consumista, sexual y de ocio que les incita a comportarse como personas de más edad. Por eso se han reconvertido en precipitados adultos a quienes la sociedad, culpable y melancólica, quiere proteger como a una especie en extinción.

Las campañas antidroga o de uso de anticonceptivos insisten en informar a los adolescentes más informados de la historia, convencidos de que los males provienen de la ignorancia. El chaval de 16 años ni es un niño ni es un inconsciente. Mientras no se le considere una persona con criterio y, por tanto, responsabilidad, continuaremos desconcertándonos ante su comportamiento de persona mayor y culpando al entorno o a la educación de los delitos que cometa. Es absurdo equiparar los periodos de infancia o adolescencia entre generaciones. La sociedad cambia velozmente, centrifugando las equivalencias y alumbrando nuevas categorías y caracteres sociales. Hoy un quinceañero es una persona suficientemente formada y con más claves para manejarse que cualquier adolescente del pasado e incluso que muchos adultos del presente. Este chaval es ya un gran tipo o un imbécil.

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