Noticia de nuestros movimientos antiglobalización
Las sesiones que, al principio de cada año, celebra el Foro Social Mundial configuran un buen momento para perfilar un balance de nuestros movimientos antiglobalización, y para hacerlo aun a sabiendas de que el vigor principal de esas redes recae, pese a tantos espasmos eurocéntricos, en aquellas que han acabado por madurar en los países pobres.
Adelantemos que una percepción muy extendida sugiere que nuestros movimientos padecen un estancamiento preocupante. Alguien dirá -y estará en su derecho- que, comoquiera que no parece saludable denostar a aquéllos desde las páginas de EL PAÍS, me acojo en estas líneas a una lectura interesadamente optimista que dejará perplejos a bastantes activistas y descontentas a muchas gentes que recelan de oficio de las redes antiglobalización. Me limitaré a replicar que, errado o no, creo con firmeza en la esperanzada evaluación que sigue.
Antes de entrar en materia debo subrayar que la expresión de la que he echado mano un par de veces, movimientos antiglobalización, es indefectiblemente, y por razones que en otro momento espero detallar, la mía. Bueno es que agregue, también, que conviene rehuir la doble tentación, muy común, de atribuirlo todo a los movimientos y de dibujar insorteables fronteras entre éstos y lo que con alguna ligereza llamaré izquierda tradicional. Aunque no albergo duda mayor con respecto al hecho de que en los movimientos despunta un impulso libertario que atrae hacia ellos a gentes que se sienten incómodas en las estructuras -partidos, sindicatos, ONG- de siempre, sería un grave error concluir que no hay puentes de comunicación entre las dos orillas. Al fin y al cabo, y por sugerir algún ejemplo, en muchos lugares los movimientos han nacido en el germen aportado por las ONG, de la misma suerte que saltan a la vista sus vínculos con el sindicalismo alternativo y con lo que hasta ahora han sido el feminismo, el pacifismo y el ecologismo. Dejémoslo claro: la crítica que las redes han formulado tantas veces contra partidos, sindicatos y ONG no es óbice para que unas y otros se alimenten mutuamente.
Pero huyamos de los introitos y acometamos con una sugerencia el balance que anunciábamos: si asumimos que las manifestaciones contra la agresión estadounidense en Irak configuraron un singular, y acaso irrepetible, momento de gloria para los movimientos antiglobalización, estaremos en la obligación de señalar que no sería justo comparar lo que ahora tenemos con lo que sucedió aquellos días. La comparación adecuada lo es con lo que existía entre nosotros antes de aquellos días. Y el resultado del ejercicio parece, entonces, razonablemente halagüeño al amparo de la consolidación, sin alharacas, de redes activas que, presentes en muchos lugares -entre ellos, por cierto, muchas zonas rurales-, son conscientes de que su trabajo lo es a largo plazo.
Esas redes han servido, por añadidura, de aglutinante de iniciativas diversas, y ello hasta el punto de que con frecuencia han oficiado como estimulante teatro de reencuentro de gentes que habían seguido caminos distintos. En esa dimensión, por cierto, no hay motivo para aducir que los movimientos han abrazado una quirúrgica estrategia de borrón y cuenta nueva que aconsejaría tirar por la borda todo lo que viene del pasado. Disfrutan, muy al contrario, de fluidos mecanismos de relación -y es un ejemplo entre otros- con los segmentos más lúcidos del movimiento obrero de siempre, con los que han coincidido a menudo en unas y otras batallas. La idea de que detrás de nuestros movimientos no hay sino jóvenes de vida cómoda que darían rienda suelta, sin más, a su mala conciencia es una interesada distorsión que arrincona lo que a tantos parece evidente: han sido redes como las que nos ocupan las que en muchos casos han hecho frente al endurecimiento planetario en las condiciones del trabajo asalariado. Agreguemos, con todo, que las innegables virtudes aglutinantes de los movimientos no han dejado de tener contrapartidas en la forma de divisiones internas que han venido a reproducir muchas de las viejas reyertas, sin aportar siquiera alguna marginal innovación en los lenguajes desplegados.
Tampoco han faltado los activos en materia de sensibilización y de consolidación de discursos críticos. Aunque los movimientos no son los únicos responsables, sus imaginativas estrategias de comunicación algo tienen que ver con la instalación de valores que subrayan nuestra deuda con los países pobres -a menudo se ha dicho que en la esencia de las redes está el designio de reclamar derechos para otros-, que invitan a repudiar la guerra en todas sus formas o que ponen el dedo en la llaga de la férula que tantas empresas ejercen sobre los poderes políticos. El aliento de los movimientos pudo apreciarse con facilidad, por otra parte, en la organización de las manifestaciones contra la mentada guerra de Irak o en el aprestamiento de las concentraciones que se realizaron, ante las sedes de un partido político, en marzo de 2004. Convengamos, eso sí, en que aquéllos han demostrado una mayor capacidad en lo que atañe a azuzar a otros que en lo que se refiere a crecer ellos mismos, circunstancia que en algún momento ha generado una paradójica desmovilización: tras el triunfo electoral del Partido Socialista fueron muchos los manifestantes que se alejaron de las redes antiglobalización, a las que permanecieron ligados en exclusiva, qué remedio, sus activistas.
Agrias discusiones han levantado, y demos otro salto, los foros y las contracumbres que los movimientos han ido perfilando. El general éxito mediático de unos y otras -Porto Alegre ha suscitado más simpatías que Davos en la mayoría de nuestros medios- no ha estado exento, tampoco, de contrapartidas. La principal ha sido, sin duda, el riesgo de que foros y contracumbres acaben por sustituir a los propios movimientos en un magma general de turismo solidario que prima los grandes cónclaves en detrimento del trabajo sórdido de cada día (esta opción ha sido refrendada, dicho sea de paso, por un puñado de santones intelectuales y por los segmentos más ilustrados de la socialdemocracia europea; estos últimos bien se han ocupado de personarse en los grandes foros sin realizar, en cambio, mayores esfuerzos para volcar en sus políticas las demandas que aquéllos emitían). Ante un elogio desmesurado de la manifestación que cerró la contracumbre barcelonesa de marzo de 2002, un activista planteó la cuestión bien a las claras: "Lo que me gustaría saber es dónde están estas cuatrocientas mil personas los 364 días restantes del año". Y es que el futuro de los movimientos no se dirime en Porto Alegre, en Bamako, en Caracas o en Karachi, sino en el día a día del trabajo, poco vistoso, desplegado en barrios y pueblos.
Es difícil evaluar, y vamos rematando, la relación entre movimientos y cuestión nacional. Recordemos que, a los ojos de muchos, una de las dimensiones más arrasadoras de la globalización es la que hace de ésta una apisonadora de culturas de condición precaria y provoca un incipiente acercamiento entre los movimientos nacionalistas resistentes y las redes objeto de nuestro interés. No parece que esos vínculos hayan ganado singular peso entre nosotros. En su defecto, y de haberlo hecho, las huellas son diferentes según los lugares: mientras el discurso antiglobalización tiene notable ascendiente en Cataluña, no puede decirse lo mismo, en cambio, de Euskadi y de Galicia.
Comúnmente se acepta, en fin, la aseveración de que al calor de las redes se ha verificado la movilización de muchos jóvenes, un fenómeno impensable hace sólo media docena de años. Siendo respetable la queja, tantas veces emitida, de que la impronta que esos jóvenes han conferido a muchas iniciativas revela, sí, una enorme energía pero arrastra una dramática falta de continuidad, lo suyo es preguntarse qué nos han deparado, a quienes ya no somos jóvenes, nuestras organizaciones, tan bien estructuradas y tan constantes en sus desempeños...
Hace un par de meses cayó en mis manos el texto con el que Mariano Rajoy presentaba un libro de rabiosa actualidad. Poco importa si el presidente del Partido Popular era o no su autor material. Lo que importa es el hecho de que en él se emplazaba en la misma lista a los movimientos antiglobalización y a eso que ha dado en llamarse terrorismo yihadista. Semejante dislate, que no merece mayor glosa, ilustra bien a las claras que los movimientos no sólo existen: preocupan a quien tienen que preocupar.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y autor de Movimientos de resistencia frente a la globalización capitalista (Ediciones B).
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