Como chinos
Somos más, muchísimos más en las ciudades, en las carreteras, en los aeropuertos, en las rebajas de los comercios, en los pasos de cebra. Como los chinos, que se han preocupado no sólo de crecer, sino de ganar el segundo puesto mundial en desarrollo y lanzar su oblicua sombra sobre las industrias europeas y americanas. Fabrican automóviles, teléfonos digitales, pantalones, al menos tan buenos y más baratos. Un recuerdo de mi adolescencia es el de aquellos infelices asiáticos, huesudos, mal alimentados, que en las esquinas de la Gran Vía o la c?Alcalá vendían "colares a peleta". El madrileño es hospitalario con la gente de Zamora, de Badajoz, de Almería, de Orense o de Castellón de la Plana o Ribadesella, porque casi todos proceden de por ahí, pero es receloso con el sujeto de otra etnia. Los desdichados y famélicos orientales que ofrecían collares a peseta fueron mirados con suspicacia y hasta se organizaron campañas de prensa contra lo que consideraban el peligro amarillo, así camuflado.
Pienso que aún estamos lejos de entender -cosa distinta es aceptar, lo que no hay otro remedio- a seres de otras latitudes, pese al cartel de hospitalarios que nos han colgado. Y se contempla con recelo el aumento de más chinos, más indios, tanto de la península indostánica como de las Américas, pues nadie ha refutado, seriamente, el despiste de Colón, convencido de haber topado con Indias Occidentales.
Salvo, según parece, en Argentina y Estados Unidos, el nativo ha permanecido terne y ahora en pleno auge, con la ventaja de que la expectativa vital, que era de 26 años en el siglo XV, llega ahora hasta los ochenta y más, por lo que algo han debido influir los malditos blancos y sus inventos. Somos cada vez más y nos morimos más tarde, aunque, para tranquilizarnos y justificarse, nos ofrecen el dato de que nacen menos niños. La vieja tradición multípara se basaba en la alta mortalidad infantil. Hoy, en los países más cercanos a nuestra civilización rara vez se malogra un parto, y si la balanza se ha desequilibrado no es en el censo negativo, sino al contrario.
La sensación de insignificancia del individuo no se produce sólo en las grandes urbes, como Madrid, que ha quintuplicado su población en menos de un siglo; a lo ancho de la llanura manchega, en cualquier pueblo de la sierra, el recién llegado era descubierto y analizado antes de cumplirse la primera semana. En la botica, la taberna, la sacristía o el paseo dominical se desmenuzaba la personalidad del visitante y, si pretendía quedarse, era fagocitado e incorporado al censo municipal. En casi todas las ciudades importantes del mundo se decía del sujeto que se detiene en determinado lugar, más de un cuarto de hora, y no le saluda nadie, que era un pelanas. Hoy, si cualquier madrileño se extravía en algún nuevo barrio o en el castizo que ahora ocupan otras comunidades foráneas, pierde el tiempo preguntando por una calle, un café, una tienda, la comisaría de policía o la boca de metro más cercana. Difícilmente consigue la respuesta o la orientación adecuadas y no por descortesía o incivilidad, sino porque los nuevos habitantes apenas han explorado los alrededores más allá de la manzana donde habitan, donde van a dormir o a comer, si es gente joven. La esperanza informativa puede estar en los jubilados que disponen de tiempo para ir en descubierta buscando la tasca o el centro de día donde ejercitarse con los naipes o las fichas del dominó. Eso en el caso de que alcen la mirada del enlosado desigual de las aceras y reconozcan el nombre de la calle o la plaza.
El transeúnte motorizado lo tiene peor, pues la gente de a pie circula deprisa y no es fácil solicitar referencias antes de que cambien las luces del semáforo. Barrios modestos y tradicionales se han convertido en asentamiento de familias extranjeras que con ellas han traído formas de vida diferentes. Para el que llega, la aclimatación es llevadera, aunque sea fácil imaginar el esfuerzo suplementario de un colombiano o un salvadoreño que tenga que aprender el catalán o el vascuence, escollo válido para el resto de la humanidad que no los tenga por lenguas maternas, normalizadas o no. Madrid ha superado los cuatro millones de habitantes, dispone de aceptables medios de transporte, hospitales, tiendas y tascas, pero ha extraviado su alma y su personalidad... En medio de esa turbamulta estamos tan perdidos como aquellos chinitos de antes de la Guerra Civil que vendían ristras de vidrio coloreado por cuatro reales.
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