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Reportaje:

El país de los secuestros

Azotado por raptos y tiroteos, Haití, el país más pobre de América, afronta un proceso electoral sin grandes esperanzas

La hicieron montar, por primera vez en sus 85 años de vida, en una moto. A la religiosa francesa Agnès Thibault, sus secuestradores la forzaron a superar emociones fuertes y un cuarto lleno de mosquitos. Liberada tras 48 horas de cautiverio, contó haber conocido a vecinos amables, que le pasaron un vestido o un cepillo de dientes, a la vez que le preguntaban por qué Dios les forzaba a vivir en la miseria de Cité Soleil. "Les dije que si me moría, le diría en persona al Señor que mejorase la situación en Haití", confesó a su mediador. La intervención de curas cercanos al movimiento Lavalas, fundado por el ex presidente Jean-Bertrand Aristide, fue decisiva para dejarla libre a ella y a sus dos acompañantes, que se recuperan en Francia del trauma.

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Sabine, hija de mulatos haitianos, coincide con la hermana Agnès en que también vive en Puerto Príncipe desde hace más de tres décadas, y no lo va a abandonar. Se resiste a decir cuánto pagó su familia de la cantidad pedida, 300.000 dólares, aunque sabe que tras el regateo, la cifra suele bajar al 10%. Tiene miedo de ser fotografiada y pide que se omitan sus datos, le faltan dedos de la mano para contar a conocidos que pasaron su misma suerte. "Casi todos mis amigos se fueron a Estados Unidos o Canadá, como mi hija. Pero yo me quedo en mi país, tenemos que levantarlo los haitianos", exclama. Las dos lo saben, les va a hacer falta mucha fe y mucho trabajo: el país campeón del mundo en secuestros, según el FBI, es también el más pobre de América.

En diciembre las alarmas saltaron: 143 secuestros, que bajaron a 80 en enero. A Antoine unos hombres con uniforme de policía lo retuvieron junto a otros desconocidos. Logró escapar gracias a un despiste de sus captores. "Ahora casi no salgo", exclama resignado en su despacho, vigilado por dos guardianes armados. Francisco Martínez, un español que desempeña un alto cargo en la principal cervecera del país, la Prestige, todavía tuvo más suerte. En pleno centro de Puerto Príncipe le esperaron a la salida del banco, pero, cuando vio a uno de los asaltantes desenfundar para matar a su amigo, fue lo suficientemente rápido para darles el sobre y las llaves del coche. "Yo, desde 1979 he visto de todo aquí, muertos quemados en las calles, y más. Pero lo peor de ahora es que todo es más imprevisible, cada día me pregunto si mi familia estará bien".

Los muertos son más difíciles de contar, según una ONG suiza, más de 1.600 haitianos fueron asesinados desde la partida de Aristide hasta hoy. Los heridos alcanzan las decenas de miles. Las empresas de seguridad hacen su agosto.

Desde que el ex presidente Jean-Bertrand Aristide se exilió en Suráfrica huyendo del descontento popular, poco ha mejorado en la ya castigada mitad de la isla La Española, pegada a República Dominicana. Por donde pasó el ex sacerdote, la hierba no volvió a crecer: en la Policía Nacional, un cuarto de los agentes sacan un sobresueldo del crimen, el Estado y sus instituciones vegetan en un coma profundo, el turismo se esfumó. Casi dos años después, un Gobierno provisional y la Misión de Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (Minustah) se esfuerzan con escaso éxito en proteger al ciudadano y encarrilar un proceso democrático en la primera república negra del planeta.

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Silvia, como muchos extranjeros que trabajan para ONG o embajadas en Puerto Príncipe, enciende la radio de seguridad cada mañana para saber si puede arrancar su Jeep y bajar a la ciudad. Hace dos semanas murieron por arma de fuego dos cascos azules jordanos, tres policías y al menos una docena de ciudadanos, casi todos en su barrio de trabajo. Cité Soleil, la barriada donde se hacinan 300.000 personas, entre ellas, los criminales más buscados, concentra además un combinado de violencia, desnutrición y analfabetismo desorbitante. Silvia trabaja para el hospital de Médicos Sin Fronteras, el único que existe allí. Sólo en los tres primeros días de enero contabilizaron 74 heridos de bala, entre ellos algunos bebés. "Hicimos un llamamiento a las bandas para que respeten a mujeres y niños. A nosotros nos escuchan porque saben que los atenderíamos igual que a otro paciente", explica. Efectivamente, les dieron unos días de tregua.

En la deforestada tierra haitiana, aparte de algún mango y algo de café parece que sólo crecen las armas. Unas 200.000 armas están en manos de civiles, tan sólo unas 20.000, en manos de la policía. El Ejército, disuelto en 1994, también se quedó con las suyas, y son estos ex militares, junto con los ex milicianos de Aristide (los chimeres) y los simplemente bandidos los que aterrorizan la ciudad. Desarmarlos es muy difícil, sobre todo si no se les ofrece otro modo de ganarse la vida, aunque no sea tan lucrativo.La venta de armas es casi tan fluida como el tráfico de drogas hacia Estados Unidos, la más grande entrada de divisas del país, junto al dinero que mandan a casa los dos millones de emigrantes y la ayuda internacional.

La policía y la Minustah son acusados muchas veces de cómplices. "Estamos hartos de la negligencia de la Minustah, que permite que los rescates financien a algunos candidatos, que no es capaz de poner orden en Cité Soleil". El industrial Andy Apeid, portavoz de Los 184, que reúne a grupos de la sociedad civil que echaron a Aristide, ha organizado hasta una huelga contra ellos. La mayoría piensa como él, no entiende por qué a 1.500 soldados jordanos con tanques se les resiste un puñado de bandidos. Otro barrio caliente, el de Bel Air, ya está casi limpio, argumentan.

"Están de vacaciones, no hacen nada". "Minustah: turista", dicen desde un estudiante hasta un restaurador. "Podrán presionar, pero no conseguirán que matemos a centenares de civiles para desarmar a cinco o seis bandas, respetamos los derechos humanos", sentencia Juan Gabriel Valdés, jefe de la misión desde hace año y medio. El nuevo número uno de la sección militar, el general José Elito Carvalho Siqueira, ya anunció en su toma de posesión hace unos días que él tampoco venía a hacer la guerra.

Tanto el general Siqueira como el jefe de la Policía Local de Haití, Mario Andresol, se afanan en repetir desde hace días que habrá seguridad el próximo martes, día de las elecciones presidenciales. Con todo, muchos no se arriesgarán a salir de casa ese día. "Si vota el 30% de la población, será un milagro", comenta un observador internacional.

Una mujer pasa frente a carteles electorales en Puerto Príncipe.
Una mujer pasa frente a carteles electorales en Puerto Príncipe.A. T.

Misión hasta el límite

El general brasileño Urano Teixeira Da Matta Bacellar, que estaba al mando del contingente militar de la Minustah, fue encontrado muerto, de un tiro en la boca, el pasado 7 de enero en la habitación de su hotel, en Puerto Príncipe. El forense venido de su país confirmó la hipótesis del suicidio.

Era evidente que el general Bacellar acumulaba mucha presión. Dos días antes de su muerte, empresarios haitianos le criticaron en una reunión por ser incapaz de restablecer la seguridad en la ciudad.

La bronca se unía a las presiones de los medios locales sobre el supuesto enriquecimiento de algunos cascos azules con venta de munición y cobro de comisiones de secuestros. A ello se sumaba la frustración de sus hombres, especialmente los jordanos destacados en Cité Soleil, que no pueden entrar en la barriada ni utilizar medios de defensa demasiado agresivos. Como guinda, las presiones domésticas de Brasil, en su afán de completar una misión limpia que le dé puntos para ganar un sillón permanente de la ONU.

"Los brasileños están un poco descoordinados", comenta un diplomático, nostálgico de la eficiencia del contingente franco-estadounidense desplegado inmediatamente después de la partida de Aristide.

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