Las relaciones entre los nacionalismos de España
Plantear el carácter inevitable de una relación de conflicto entre las lealtades nacionales existentes dentro del mismo Estado, inmediatamente hace recordar el carácter de enfrentamiento fatal con que fueron planteadas en el siglo XIX otras relaciones: la obligada lucha de clases, de razas, de religiones. Los diferentes nacionalismos alojados en el marco del mismo Estado necesitan, para asegurarse unas conexiones armoniosas, en primer lugar, el reconocimiento del pluralismo de las realidades nacionales. Dar reconocimiento a que en el mismo marco geográfico pueden existir hechos nacionales de preferente signo político, las naciones ligadas a la vida del Estado, con nacionalidades de preferente signo cultural, ligadas a la expresión política de datos culturales existentes dentro de las naciones políticas, resulta un primer y elemental requisito para la convivencia. En segundo lugar, resulta indispensable un marco político presidido por las reglas de las lealtades compartidas, el pluralismo y la tolerancia, al modo como ocurre en el sistema político español diseñado por la Constitución de 1978. Hace falta, sin embargo, una tercera condición para asegurar la convivencia. Se trataría de garantizar la existencia de una relación de colaboración, de mutua comprensión, entre los nacionalismos que toman como base las distintas realidades nacionales existentes dentro del mismo Estado. Una relación que a duras penas hemos conseguido en la vida española.
La colaboración y la comprensión es más fácil que se produzca de lo que a primera vista puede parecer. Quienes sienten una lealtad y una identificación con un determinado hecho nacional, sea éste la nación política o las nacionalidades culturales, están, o deberían estar, en buenas condiciones para entender la existencia de otras lealtades nacionales. Quienes sienten la emoción del paisaje, de la cultura, de la historia de la propia nación, pueden entender con facilidad la existencia de emociones similares ante otras realidades nacionales. No ha sido ésta la actitud dominante en los nacionalismos de España. Nuestros nacionalismos periféricos han practicado ante la variedad de los nacionalismos españoles de conjunto la negación más radical posible, consistente en la negación en ellos de un fundamento nacional español. La visión de España como una mera entidad estatal, entendida por ellos como fundamentalmente opresora, ha sido una constante del catalanismo, del vasquismo y hasta del galleguismo.
El nacionalismo español de signo liberal democrático ha sido, por regla general, más comprensivo con los nacionalismos periféricos, a los que ocasionalmente ha tratado de integrar en la vida del conjunto del Estado. Pero incluso en estos casos, ha sido cicatero en un triple aspecto. Apenas se ha reconocido a estos nacionalismos catalán, vasco y gallego su contribución a hacer más rica la vida de España mediante la recuperación de unas culturas autóctonas. Es verdad que, en gran número de ocasiones, la preocupación cultural de estos nacionalismos no ha superado el intento de politizar esos rasgos culturales a favor de una búsqueda del poder. Pero incluso en estos casos no se puede negar esta contribución de los nacionalismos periféricos a hacer más rica la realidad cultural de España. Los demócratas españoles tenemos buenas razones, por ejemplo, para someter a crítica y revisión las bases del nacionalismo vasco. Pero esa crítica no puede ignorar el esfuerzo de hombres como Sabino Arana o Arturo Campión para recuperar una lengua y una cultura tradicional sometidas a fatal erosión.
Otra contribución que rara vez se reconoce a los nacionalismos periféricos por parte de los leales a la nación española es la contribución directa o indirecta que esos nacionalismos han hecho a una transformación de corte federalista de nuestro Estado. Nuestro presente modelo de organización territorial, con su tantas veces subrayada superioridad política, administrativa y económica sobre el viejo modelo centralista, ha sido el fruto, en muy buena medida, de la acción histórica de unos movimientos nacionalistas de signo periférico, que han realizado así un importante servicio a la vida de nuestro Estado. Habría una tercera contribución de los nacionalismos periféricos que ha merecido mayor reconocimiento: su colaboración a un proceso de transición política, de recuperación de la democracia en España.
Lo que los nacionalismos periféricos han tendido a ignorar es el papel que una idea de nación española aporta a la vida de nuestro Estado. La construcción europea se va a hacer, cuando menos durante un largo trecho, observando el respeto para sus Estados miembros. Unos Estados que encuentran en una lealtad de signo nacional un soporte social y político necesario para su vida.
Hay buenas razones para justificar la existencia del Estado español. Y parte de estas razones son reconocidas por amplios sectores de nuestros nacionalismos periféricos. El Estado español hace justicia a la existencia de una sociedad española forjada a 1o largo de una secular convivencia. El Estado español, como ponen de manifiesto nuestras últimas décadas de existencia, es un buen negocio económico y social. El Estado español es un instrumento garantizador de un orden de derechos y libertades e impulsor fundamental de un Estado social de derecho en cuya construcción coincide la gran mayoría de los españoles. El éxito de nuestro Estado en la resolución de nuestra crisis nacional es además un compromiso que tiene adquirido España con la comunidad internacional. Contra el expediente de un incondicional derecho a la autodeterminación por parte de todos y cada uno de los grupos étnicos existentes en el mundo actual, con el consiguiente riesgo de caos en las relaciones internacionales, el éxito de un proyecto de pluralismo territorial como el español debe constituirse en un modelo de referencia para esa comunidad internacional. Se trata de una idea que han defendido los valedores de un proyecto canadiense capaz de integrar la singularidad de Quebec (Stephan Dion, M. Ignatieff)que también debe estar presente en la vida española. Para conseguir estos objetivos, el Estado español necesita el soporte de una nación española entendida, fundamentalmente, como la comunidad de ciudadanos españoles identificada con el orden constitucional. Y necesita también de un liderazgo político capaz de explicar y hacer entender las muy buenas razones de un Estado y una nación españoles.
Las relaciones de comprensión y colaboración deberían imponerse en los nacionalismos de España porque así lo quiere la inmensa mayoría de la sociedad española. Una comprensión y una colaboración que, por ejemplo, no han estado presentes en la génesis del proyecto de reforma del Estatuto de Cataluña. Y Cataluña conoce sobradamente a estas alturas que su afirmación política necesita del concurso y la aceptación del resto de España, del mismo modo que la nación y el Estado comunes necesitan de la integración y la satisfacción de nuestras nacionalidades. Quizás sea llegado el momento de practicar por parte de todos un nuevo esquema de entendimiento basado en la confianza, en la comprensión y hasta en la simpatía. Un nuevo esquema que es posible y que solamente necesita para su vigencia la expresión de una voluntad política que habría de tener el apoyo incondicionado de grandes mayorías sociales.
Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado de la Universidad Nacional de Educación a Distancia.
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