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Columna
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Los enemigos

Rafael Argullol

En ese cofre repleto de joyas que es el libro Conversaciones con Goethe, de Johann Meter Eckermann (magnífica edición para Acantilado de Rosa Sala, quien ya tradujera el otro pilar biográfico goethiano, Poesía y verdad), se hace difícil elegir, pues si juzgamos por las transcripciones del fiel secretario de los últimos años la vejez del poeta de Weimer estuvo adornada por una enciclopédica lucidez. Así, en su conjunto, los diálogos mantenidos a lo largo de ocho años se convierten en el balance de toda una época y, por supuesto, de la entera obra de Goethe.

Tengo preferencia por la generosidad que éste muestra en el momento de juzgar a sus contemporáneos. En muchos casos la generosidad se transforma en exaltación de la amistad, como en el de Schiller, ya muerto en el momento de las conversaciones, y al que Goethe llena constantemente de elogios, gesto todavía más valioso si se tiene en cuenta que aquél representa al máximo rival con vistas a la posteridad literaria. Elocuente es asimismo el trato que Goethe concede a Byron, considerado casi un héroe mitológico pese a que el poeta inglés no siempre mostró el mismo respeto hacia su ilustre admirador.

También merece una atención preferente el tratamiento que da Goethe a los asuntos que conciernen, o han concernido, a su propia intimidad. En este terreno procura mantener siempre un equilibrio entre la memoria y la discreción. En consecuencia, Goethe, muy bien ayudado por el tacto de Eckermann, camina con elegancia entre las sombras del pasado, a veces no tan remoto, como el que se refiere a su amor por la joven Ulrike von Levetzow, todavía vivo en el momento en que se sitúa el inicio del libro. Eckermann registra las dudas y titubeos de Goethe, que durante un tiempo mantiene en secreto el poema surgido de aquella relación, la maravillosa Elegía de Marienbad.

Por lo demás, quien busque las claves de la obra de Goethe las encontrará, en gran medida, en estas conversaciones. Por ejemplo, la importancia que siempre concedió a determinadas fuerzas irresistibles que la razón apenas puede comprender: ese carácter demoniaco que explica a personajes como Napoleón, Federico el Grande de Prusia o el propio Byron; o en otra dirección, su combate contra los excesos del romanticismo, un acerado diagnóstico de lo que estaba por venir en la cultura europea.

En igual medida, quien quiera adentrarse en el laberinto que significó la larguísima escritura del Fausto -más de 50 años- tiene en las Conversaciones la mejor guía para no extraviarse. Eckermann refleja hasta qué punto el personaje ya se ha emancipado del autor y viaja por la imaginación de muchos artistas europeos que, como Delacroix, tratan de darle una presencia visual y unos rasgos característicos. La perplejidad de Goethe ante las traducciones pictóricas de sus héroes anticipa algo el desconcierto que, un siglo después, los escritores sintieron ante las adaptaciones cinematográficas de sus textos.

En el inmenso baúl de sorpresas hay un par de páginas que Goethe dedica a sus enemigos y que, pese a su brevedad, son tan significativas del talante goethiano como las incomparablemente más extensas que ha dedicado a sus amigos. Si con éstos el poeta hace gala de generosidad, frente a aquéllos recurre a la ironía, no exenta de un imparable desdén. No podemos olvidar, por otra parte, que cuando Eckermann anota esta conversación, en abril de 1824, Goethe ya ha cumplido 74 años y tiene una amplia perspectiva del significado tanto de la amistad como de la enemistad.

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Al investigar las razones de sus enemigos Goethe distingue cinco grupos. El primero está integrado por los enemigos por estupidez. El poeta tiene claro que se refiere a cuantos le han machacado a lo largo de toda su vida sin conocerle. Una masa considerable, según le confiesa a Eckermann, que le ha producido un fastidioso aburrimiento. El segundo grupo, también muy nutrido, está constituido por los envidiosos. Goethe sintetiza la naturaleza de envidioso en aquel que no se muestra dispuesto a aceptar de ninguna manera la felicidad, la honorabilidad y el talento de los otros. La única dicha del envidioso es la aniquilación del envidiado. Goethe muestra mordazmente el remedio para superar la envidia: "Si yo fuera infeliz y desgraciado, me dejarían en paz inmediatamente".

El tercer grupo está emparentado con el segundo y sus miembros se distinguen por la falta de éxito propio. A diferencia de los envidiosos sin mérito alguno, los componentes de esta cofradía pueden ser talentudos, e incluso geniales, pero culpan a los otros de la escasa receptividad social que tienen. Son, por así decirlo, gigantes que alardean en la soledad y enanos temerosos cuando tienen que abandonar sus bravuconadas solitarias.

Goethe se muestra más comprensivo con los dos grupos restantes, el de los enemigos con razón y el de los enemigos por diversión. Con respecto a estos últimos no hay nada que decir puesto que encarnan la multiplicidad de las opiniones y pensamientos humanos. El poeta los considera incluso positivamente, siempre que no recurran al dogma y le permitan expresar libremente sus propias opiniones. En relación a aquéllos, a los enemigos con razón, Goethe también los acepta, pues se refieren a defectos reales, aunque no ve de tan buen grado la insistencia en la crítica cuando el criticado ya ha avanzado por otros derroteros: "He vivido siempre en continuo progreso, de modo que muchas veces se me ha reprochado un defecto que hace tiempo que he dejado atrás".

De hecho, en estos dos grupos finales el enemigo es más un adversario que un enemigo. La raíz de la enemistad se concentra más bien, por tanto, en los tres primeros: la estupidez, la envidia y la frustración. Con posterioridad Nietzsche lo resumiría insuperablemente con su metáfora de la oveja que acusa al águila: "Por tu culpa no puedo volar".

Y contra esa creencia no hay nada que hacer.

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