Biografías del saber
Enrique Krauze se propuso contarnos una historia que creíamos conocer: la historia de la historia mexicana en el siglo XIX. El modo en que lo ha hecho, sin embargo, nos depara más de una sorpresa. Sabemos mucho sobre lo que escribieron los grandes historiadores mexicanos de aquella centuria, pero muy poco sobre ellos mismos. "La ignorancia", decía Lytton Strachey en el prólogo a Victorianos eminentes, "es el primer requisito del historiador". Cuando Krauze advierte, de entrada, que La presencia del pasado es una "biografía colectiva de los historiadores del siglo XIX" no hace sino prepararnos para leer el devenir de aquella historia con los ojos puestos en su proceso de escritura más que en la consagración de sus héroes y leyendas. Es ya tradición que el estudio de la historiografía se concentre en los avances y limitaciones del conocimiento sobre el pasado en una época dada. Las visiones académicas sobre la producción del saber histórico no toman en cuenta dos elementos primordiales: la biografía de los historiadores y el impacto de sus textos en la construcción política del presente. Este libro se interesa por esas dos dimensiones, sin las cuales difícilmente podrían entenderse a los historiadores. Los grandes historiadores del siglo XIX mexicano (Mier, Bustamante, Zavala, Alamán, Mora, Ramírez, Riva Palacio, Altamirano, García Icazbalceta, Sierra...) escribieron sus obras en una larga jornada de fundación del Estado nacional. Todos ellos, en mayor o menor medida, intervinieron en las luchas políticas de aquel siglo. La vida de muchos de ellos se dirimió entre las armas y las letras, entre el saber y el poder, entre la tribuna y el despacho.
LA PRESENCIA DEL PASADO
ENRIQUE KRAUZE
TUSQUETS.
BARCELONA
PÁGINAS 385
19 EUROS
Krauze nunca pierde de vista que sus biografiados, a pesar de recurrentes incursiones políticas, son más letrados que caudillos. Por eso, a propósito de Ramírez, García Icazbalceta y Orozco y Berra, se pregunta: "¿Cuál era el motor de aquel trabajo incansable?", ¿cuál, la motivación de aquellos sabios para juntar bibliotecas de miles de títulos, preservar y traducir códices, o archivar documentos virreinales? Es justo ahí, en la anatomía de aquellas pasiones intelectuales donde se separan las biografías del saber y del poder, donde la voluntad de archivo desplaza a la voluntad de dominio.
Esta galería de semblanzas es también una historia de la historia. Krauze identifica tres grandes temas en la historiografía del XIX: el México prehispánico, la conquista y evangelización española y el virreinato de la Nueva España. El trasfondo político de la representación intelectual de aquellas épocas era la urgencia de afirmar la legitimidad del México independiente y de defender, a través de una narrativa sobre el pasado, alguno de los proyectos de Estado nacional en disputa. Casi todos los primeros historiadores republicanos exaltaron el México antiguo y renegaron de la Nueva España. A medida que el orden liberal se fue consolidando, la historiografía avanzó hacia una articulación teleológica de ambos tiempos. Es por ello que, al final de este libro extraordinario, el par de citas de Moreno Villa ("esto es lo original de México. Todo el pasado suyo es actualidad palpitante. No ha muerto el pasado") y de Borges ("México, país obsedido en la contemplación de la discordia de su pasado"), con que arranca Krauze, resultan parcialmente válidas. Es cierto que la Revolución, después del largo periodo de consolidación liberal del México moderno, volvió a quebrar el cuerpo político del país. Como reconoce Krauze, hacia 1910 la historiografía mexicana había producido la mayor integración simbólica del pasado nacional. El México antiguo, la Nueva España y el México moderno aparecían, por primera vez, como las tres edades de un devenir ascendente.
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