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EL FUTURO DEL ESTADO AUTONÓMICO
Columna
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Del utopismo al realismo

Josep Ramoneda

Los cuatro años de mayoría absoluta de José María Aznar representan el último intento de construir un Estado español unitario. Fracasó como todos los anteriores. El tren del Estado-nación conforme al modelo francés pasó hace muchos años y ya no va a regresar. La apuesta de Aznar era utópica, en el sentido de que estaba fuera de lugar y de tiempo. Por tanto, irrealizable. Aznar puso la lucha antiterrorista al servicio de este proyecto. Tampoco le sirvió. Lo que sí consiguió, en cambio, fue enconar enormemente la relación con las naciones periféricas. Rompió la alianza con los nacionalismos moderados que le habían aupado al poder en 1996. Y consiguió que el conflicto entre el nacionalismo español, que él personificaba, y los nacionalismos catalanes y vascos se radicalizara. Como es sabido, el nacionalismo tiene mucho que ver con la psicopatología que magnifica las pequeñas diferencias y se alimenta siempre del conflicto con el vecino. Esquerra Republicana le debe a Aznar una parte importante de su crecimiento. "Todos contra el PP" se convirtió en el punto de encuentro de las fuerzas políticas catalanas. El proceso de reforma estatutaria en Cataluña tiene mucho que ver con este episodio del aznarismo. Nació con la voluntad de definir un frente catalán contra el PP y se encontró después con una ventana de oportunidad que no podía desaprovecharse.

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A la vista de este enésimo fracaso del nacionalismo español, se imponía una cierta dosis de realismo. Y a esta necesidad parecía responder el eslogan de la España plural con el que Zapatero quiso bautizar su idea del país. Por si la diversidad interior de España no fuera ya suficiente, la llegada masiva de la inmigración confirmaba que el sueño de la nación homogénea está más que periclitado. Los nuevos imaginarios colectivos no saben de límites ni de fronteras. Los ciudadanos asumen con naturalidad identidades múltiples, nadie puede decidir por ellos en materia de símbolos y pertenencias. La España plural puede entenderse, por tanto, como una propuesta de normalidad, de adecuación del marco legal a una realidad compleja que se resiste a encontrar su justa institucionalización. Y puede que no la encuentre nunca del todo: hay problemas -el del encaje territorial de España es uno de ellos- que de algún modo forman ya parte del paisaje. No se trata de aspirar a resolverlos para siempre, sino de encontrar puntos de acuerdo que permiten renovados períodos de estabilidad. Este debería ser el objetivo del proceso de reformas estatutarias en curso, si no fuera que en todas partes hay siempre creyentes que hacen de la intransigencia patriótica virtud. Son gentes incapaces de entender que el sueño romántico de la comunidad homogénea y unida por el destino no será realidad jamás y necesitan seguir afirmando su programa de máximos, es decir, imponer una idea concreta de España o de Cataluña a todos los demás.

Puesto que el PP sigue anclado en el nacionalismo unitarista, el presidente Zapatero se ha encontrado con el problema añadido de que para deconstruir España sólo ha podido contar con la colaboración de fuerzas políticas periféricas entregadas a la construcción de sus propios bastiones nacionales. La desacralización del nacionalismo español se hace con la colaboración de los sacralizadores de los nacionalismos periféricos. Y éste es el movedizo suelo de alianzas sobre el que camina la España plural de Zapatero. Pero los proyectos políticos sólo son viables si se construyen con mimbres reales, por ejemplo los agentes políticos que actúan en cada lugar del país.

En este contexto, se entienden fácilmente las vicisitudes del proceso estatutario catalán. El texto de referencia -el que aprobó el Parlamento catalán- es el resultado de una puja marcada por dos factores: la pugna por la hegemonía del nacionalismo catalán entre Esquerra Republicana, en ascenso, y CiU, que había pagado su antigua alianza con el PP con la pérdida del poder. Y la incorporación del PSC, vía Pasqual Maragall, a la corrección política nacionalista catalana.

El proceso ha sido excesivamente largo e innecesariamente dramatizado por políticos y medios de comunicación. Y probablemente todavía tendrá algún episodio más: Esquerra tiene que poner su sello. Y deja un regusto amargo porque han abundado los aprendices de brujo que, con tal de hundir al adversario, no han dudado en buscar el enfrentamiento territorial. Pero tal como han ido las cosas el acuerdo era inevitable porque correspondía al interés de las cinco partes implicadas. Zapatero no podía perder una apuesta estratégica de esta envergadura. El tripartito se hubiera quedado sin capital político. Y CiU sabe perfectamente que los catalanes -y especialmente sus electores- sólo entienden las desavenencias si acaban en acuerdo.

Tiempo habrá de analizar el texto de Estatuto cuando esté definitivamente cerrado. En cualquier caso, ahora se abren algunos interrogantes importantes. En Cataluña será interesante ver qué consecuencias tiene en el juego de alianzas. Si el tripartito se consolida o si se abre camino la tan publicitada alianza transversal CiU-PSC, que podría hacer la alternancia casi imposible, lastrando poderosamente la vitalidad democrática de un país ya de por sí muy dado a la componenda. En España, Zapatero tendrá que responder a las demandas de las otras comunidades autónomas que verán en el Estatuto catalán su referencia. Y el Partido Popular tendrá que preguntarse sobre la utilidad de su oposición de cabalgante solitario. Y naturalmente, la vista se desplazará de inmediato al tercer lado del triángulo: el País Vasco. En cualquier caso, el Estatuto no resuelve definitivamente nada, aunque debería abrir un período de estabilidad en la relación Cataluña-España. Pero la vida sigue: CiU hará del Estatuto aprobado en el pleno catalán su programa para futuras legislaturas. Esquerra volverá a la independencia. Y el PSC tendrá que preguntarse si es su función trabajar por la hegemonía ideológica del nacionalismo. Puro realismo.

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