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Sobre la nación

El debate sobre la definición de Cataluña en el texto estatutario está poniendo al descubierto las muchas dificultades que existen aún para que la España democrática y liberal asuma la plurinacionalidad del estado español. Es evidente que todos los que nos hemos sumergido en este debate (políticos, intelectuales, articulistas, periodistas) somos esclavos de los historia y de nuestras propias percepciones. Lo somos hasta el extremo de que una y otras nos condicionan en el diálogo que debería conducirnos a un punto de encuentro sobre esta cuestión, y hasta ahora es un debate con resultados pobres. Ciertamente el debate es en la mayoría de ocasiones franco, sincero, cordial, pero no por ello productivo en el sentido de avanzar en razonamientos y soluciones comunes al problema que nos ocupa.

La impresión que tengo después de escuchar y sobre todo leer muchas de las opiniones publicadas al respecto por parte de políticos e intelectuales liberales españoles (los otros, los amantes del ruido y la bronca, aquellos que ni siquiera buscan el diálogo, hoy por hoy no me interesan) es que el desconocimiento sobre la raíz del denominado problema catalán es grande. No es cierto, como algunos dicen creer, que las expresiones identitarias en Cataluña puedan equipararse a las expresiones que en otras comunidades autónomas se producen. No son mejores ni peores unas u otras. Simplemente son de raíz distinta y, en consecuencia, deben ser analizadas y tratadas de manera distinta. Podemos aceptar la existencia de eso que a algunos les gusta tanto definir como identidades concéntricas, es decir, que finalmente todos o la mayoría nos sentimos muchas cosas a la vez. Pero hay dos cuestiones que no podemos olvidar. Que seamos individuos con identidades múltiples no impide que tengamos establecida e interiorizada una jerarquía de las identidades que nos definen. En segundo lugar, lo relevante para lo que nos ocupa no es a mi entender si tenemos una o diversas identidades, sino si entre las diversas identidades posibles existe algún tipo de colisión. Para entendernos: alguien podrá sentirse tan riojano como el que se siente más catalán. Pero lo que difícilmente tendrá dimensión sociopolítica en La Rioja es que esa expresión de identidad riojana se construya como opuesta a otra identidad, en este caso la española. En Cataluña sabemos, sin embargo, que eso ocurre. Con grados distintos y complejos, pero ocurre. Con lo cual pretender armonizar la gestión de las identidades y de lo simbólico a realidades tan distintas sólo nos puede llevar al fracaso. Y mucho de eso está ocurriendo en el debate que nos ocupa.

Para decir verdad también es muy evidente que algunas posiciones que han manifestado su desengaño con la propuesta de Estatuto no son únicamente fruto de ese desconocimiento, sino sobre todo irritación por algunas expresiones que el preámbulo y el articulado de la propuesta de Estatuto recogen. Como diversos de esos intelectuales dicen, no es el reconocimiento de que Cataluña sea una nación lo que les molesta, sino la negación de que lo sea España. Es evidente que el proyecto de Estatuto no es una joya literaria y también que el preámbulo es en muchos puntos desafortunado, no tanto por lo que dice (en mi opinión podría decir mucho más), sino porque las consecuencias de lo que dice parece que no estaban en los cálculos de los que lo redactaron, lo dieron por bueno y lo aprobaron. Es decir, los catalanes que nos sentimos ofendidos con el trato que se nos ofrece por parte de políticos e intelectuales españoles somos los que en mejores condiciones estamos de entender que ellos también se puedan sentir ofendidos. Dicho lo cual, sería muy razonable que desde las posiciones catalanistas y nacionalistas que deseamos un Estatuto que recoja lo fundamental de lo que aprobó nuestro Parlamento no diéramos pie a alimentar ofensas como las que parecen existir cuando alguien percibe la negación de España como nación. Cada cual podrá tener en ese punto su opinión, pero un estatuto que se enmarca en un ordenamiento constitucional que afirma que España es una nación podría recoger sin ningún tipo de ambigüedad esa referencia constitucional, para consagrar finalmente que Cataluña también lo es.

Los políticos españoles pueden imponer rebajas relevantes en el texto, pero si eso se produce no pueden aspirar ni a que el texto se mantenga en su tramitación ni tampoco que no se produzca un nuevo y profundo desencuentro entre muchos catalanes y lo que España ofrece. Si España y lo español son rechazados por parte de algunos o muchos catalanes lo son en la medida que ni España ni lo español han incorporado más que identidad castellana. No sólo es el trato desigual que en España se da a las lenguas peninsulares algo que corrobora lo que digo, pero sí es lo más visible. Si se pide que el nuestro no sea un nacionalismo que aspire a construir un estado propio, lo único que no se puede negar por parte de los que no los piden es que su nacionalismo no nos excluya.

Se dice también que la otra ofensa que el estatuto genera es que sea sólo una parte, en este caso Cataluña, la que intente condicionar el futuro del todo, en este caso España. Creo que es excesivo afirmar que el Estatuto condiciona definitivamente el futuro del todo, pero incluso aceptándolo se podría replicar con la pregunta de: ¿para cuándo la reforma Constitucional impulsada desde el Congreso de los Diputados? ¡Hacen falta hechos, no sólo palabras, para creer en la España plural y plurinacional!

Jordi Sánchez es politólogo.

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