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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Más, y más diversos

A comienzos de la década, los cálculos de los demógrafos auguraban un estancamiento, seguido de retroceso, de la población española que no superaría los 41 millones a la altura de 2050. La posterior aceleración del proceso de llegada de inmigrantes ha llevado a que, según el padrón correspondiente al 1 de enero de 2005, difundido ayer por el Instituto Nacional de Estadística, ya seamos más de 44 millones: 3,6 millones más que en 2000. Durante el último año considerado, 2004, la población española creció en 900.000 personas, de las que 700.000 habían nacido en otros países: un 23% más que el año anterior.

El resultado es que España ha pasado en poco tiempo de ser uno de los países de la UE con menor porcentaje de inmigrantes (2% en 1998) al cuarto del continente, con el 8,5%. Hasta hace relativamente poco, los datos sobre inmigración eran recibidos con alarma, resaltando sólo los riesgos potenciales, especialmente si la coyuntura económica dejaba de ser expansiva. Ahora el acento se pone más bien en los efectos dinamizadores que está teniendo en el crecimiento económico, así como en el rejuvenecimiento de la pirámide de población, que modera la anterior tendencia al aumento del porcentaje de ciudadanos inactivos respecto al total. El cambio de panorama se completa por la mayor tasa de natalidad entre los inmigrantes.

Con todo, el aumento de la esperanza de vida y otros factores hacen prever un aumento del porcentaje de personas mayores de 65 años hasta suponer casi un tercio de la población a mediados de siglo. Es de esperar que la proyectada Ley de Dependencia tenga más éxito que el Plan Gerontológico Nacional, aprobado en 1991, y que ya preveía -sin que se haya cumplido hasta hoy- un aumento de plazas en residencias para mayores, medidas de asistencia domiciliaria y otras que la nueva norma se propone potenciar.

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Estamos, por tanto, ante un fenómeno comparable al cambio demográfico que supuso, a fines del siglo XIX y luego a mediados del XX, la emigración interior desde la España agraria a las regiones industrializadas, con Cataluña, el País Vasco y Madrid a la cabeza. Con la diferencia de que entonces los emigrantes compartían en su mayoría religión, lengua y costumbres con los habitantes de la región receptora, mientras que ahora provienen de países y culturas muy diversas, lo que plantea obvios problemas de integración. Los marroquíes, seguidos por los ecuatorianos, forman los dos grupos más numerosos, con cerca de medio millón de personas cada uno. Pero una novedad es la inmigración procedente del este de Europa, especialmente rumanos, de los que hay más de 300.000.

Cataluña y Madrid -pero ya no el País Vasco- siguen siendo las principales comunidades receptoras, seguidas ahora por las del litoral mediterráneo y los archipiélagos, destino elegido por un número creciente de jubilados de otros países europeos por razones de clima, sobre todo. Lo cual está planteando problemas específicos de saturación y desbordamiento de servicios, especialmente de abastecimiento de agua.

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