Barrer a cañonazos
Llegaron a su calle los barrenderos, y Juan Urbano, que justo en ese instante estaba leyendo a Kant, tuvo tal sobresalto que se le cayó la Crítica de la razón pura de las manos y lo puso todo perdido. Qué desastre: los juicios sintéticos mancharon las baldosas; la dialéctica trascendental estropeó la alfombra; las apercepciones hicieron un agujero en la tapicería y las cortinas, que eran rojas como banderas, quedaron tristemente salpicadas de conocimiento empírico. Aunque la peor parte, sin duda, se la llevó la tarima del piso, porque por mucho que la frotase, las ideas cosmológicas no salían.
Claro, es que antes los barrenderos llevaban escobas -o mangueras, en el peor de los casos- y eran, por lo general, seres pacíficos que enviaban los ayuntamientos a recorrer la ciudad para limpiar las aceras. Pero ahora, no. Hoy día, en lugar de llevar escobas, van armados con una especie de cañones de aire que hacen un ruido que podría resumirse como una mezcla de aserradero y tanque ruso, y con los que van de un lado a otro montando tal escándalo que parece que en lugar de recoger las hojas las fusilaran. Mientras se echaba quitamanchas sobre un axioma que le había caído en la camisa, Juan Urbano se preguntó si los barrenderos del siglo XXI aún pertenecían al servicio municipal de limpieza o ya eran, directamente, parte del ejército. ¿O es que no les parece raro que exista tan poca diferencia entre barrer y bombardear? Pues eso.
Después de pasar un buen rato separando los fenómenos de los númenos, que se habían mezclado de tal forma dentro del libro que aquello no parecía la voz de Kant, sino una discusión de tráfico entre dos italianos, Juan se llevó la mano al corazón, porque de repente recordó que había leído algo sobre un reciente estudio científico, realizado por investigadores alemanes, que demostraba que la contaminación acústica podía causar graves crisis cardiacas, aparte de subidas de tensión y alteraciones del pulso, el ritmo respiratorio, la tensión muscular y la presión arterial. Y como España es el segundo país más ruidoso del mundo, después de Japón, pues lo único que faltaba eran esos barrenderos del cuerpo de artillería que, en aquel momento, pasaban por la calle de Juan Urbano. De todos modos, intentó reanudar su lectura, sobreponiéndose al estrépito escándalo: "El espacio es una necesaria representación a priori que sirve de base a todas las intuiciones externas", dijo Kant. "¿Qué?", gritó Juan Urbano. "Que digo que el espacio...". "¿Que qué?". "¡El espacio, coño!". "¿El qué?". Nada: imposible. Así no había manera. Cerró el libro y se puso a esperar que se fuesen los barrenderos.
El Defensor del Pueblo ha denunciado más de una vez, tras recibir miles de quejas de los ciudadanos, que las administraciones prometen mucho y no hacen casi nada para combatir la contaminación acústica, El Ayuntamiento tiene alguna que otra unidad móvil para medir la saturación del ruido en la ciudad, ha ofrecido subvenciones para insonorizar ventanas y balcones del centro y hace no mucho emprendió una campaña de concienciación que empezaba por echarle la culpa de sus desdichas a las víctimas del problema: el objetivo del plan era, según los folletos publicitarios, "sensibilizar" a los madrileños, "mostrarles cómo combatir" el ruido y "animarlos a que participen en la solución". O sea, que cállense un poquito y verán que silencio.
Ya que no podía leer, Juan Urbano encendió la televisión y se dispuso a oír las primeras noticias de la mañana. Pero nada, aunque subió el volumen todo lo que era capaz de soportar, aquello también era completamente imposible: no había modo de distinguir entre los cañones de aire y Acebes. De manera que se puso el abrigo y se fue a casa de su hermana, que estaba cerca pero ya en otro barrio, a ver si le invitaba a desayunar. Con un poco de suerte, por ahí ya habrían pasado los barrenderos. Aunque, por si las moscas, antes de salir, recogió del suelo dos hipótesis que se le habían desprendido a la Crítica de la razón pura, hizo con ellas un par de bolas y se las metió en las orejas. Y luego, porque estaba tan enamorado como ya sabe el lector, se fue calle arriba, diciéndose el nombre de su ángel una y otra vez, hasta que ya no pudo oír nada más que eso.
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