Chile
Cada uno tiene su mapa, su mundo de imágenes. Cada uno sabe que sólo unas pocas partes del planeta son, de verdad, suyas. Cada uno lleva en su memoria el mapa de las fotos de su infancia. Allí continúan el barrio, el pueblo, la playa, los abuelos, el colegio... tantas cosas que pasaron. Ese mapa se va ensanchando luego, pero muy poco a poco. Entonces la cartografía del espíritu -llamémosle así- nos lleva a los santuarios de los primeros amores, a las casas donde fuimos amados. Muy cerca o, pongamos, en Roma. También a las tardes en que descubrimos, en un libro, las palabras más luminosas. Cada uno tiene su mapa sagrado, que no es muy grande porque se trata de un mapa de intensidades. Y es privado, claro. Pero también es un poco público. Y ahí voy.
Mi generación, los que terminamos la carrera el año de la muerte de Franco, quedó traspasada por un rayo de la historia. Fue un suceso que no olvidaremos nunca. Nosotros, los que éramos adolescentes en el mayo francés, somos hijos del septiembre de Chile, 1973. Nunca nos apartamos de aquellos días. Cuando Chile no estaba a veinte mil kilómetros, sino aquí mismo, vivo en las grandes y pequeñas alamedas de España. Ultrajado también aquí por los espadones, por las hordas meapilas. Nunca olvidaremos que aquella historia nos hizo, también, lo que somos ahora. Nunca olvidaremos al hermoso idioma castellano sonar al otro lado de los Andes en el discurso trágico y patriótico de Salvador Allende. Nunca olvidaremos las felonías de Pinochet; las de sus esbirros y cómplices dentro y fuera del país. Tampoco el delirio de los revolucionarios más extremistas de la izquierda. Su fanatismo suicida. Ni olvidaremos las muertes de Víctor Jara y Pablo Neruda. También somos de allí, de aquel luto. Por eso la victoria de Michelle Bachelet nos alegra tan íntimamente. Yo la celebro con esta columna y también leyendo unos versos de Nicanor Parra, noventa y un años, chileno, probablemente la voz más libre y joven del idioma de Cervantes.
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