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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La habitación de Nouvel

Jordi Soler

Como no he podido entrar a la torre Agbar que diseñó Jean Nouvel en Barcelona, fui a hospedarme a una habitación del hotel Claustro Saint-Louis, también diseñada por este prestigioso arquitecto, que está dentro de las murallas de la ciudad de Aviñón, a 400 kilómetros de su famosa torre. La idea era dormir dentro de una obra suya, así que cogí una habitación en el anexo del hotel (annexe signée Jean Nouvel, dice la guía Michelin), que está adosado al claustro donde hay habitaciones antiguas, celdas monacales espaciosas, decoradas también por el arquitecto, que son más señoriales sin duda pero no tienen esa modernidad arquitectónica que yo iba empeñado en experimentar. Mi habitación estaba en la parte alta de la caja metálica que es el anexo contemporáneo del claustro, y de inmediato experimenté la actualidad de los trazos de ese espacio largo, con dos ambientes para dormir, un baño en medio, y al fondo, digamos en la popa, una hermosa terraza con vistas al patio donde en el siglo XVI trashumaban los monjes. Dejé las maletas en la cama y busqué el retrete, que no estaba en el espacio de la bañera y el lavabo, sino en el extremo opuesto a la terraza, digamos que en la proa, metido, o embutido, en una suerte de armario estrecho donde una persona de talla normal, al sentarse, necesariamente toca las paredes laterales con los dos codos y las dos rodillas; con el ánimo de ser más gráfico añadiré que a la mañana siguiente, después del petit déjeuner, cuando regresé al armario, me fue imposible desplegar ahí dentro las hojas del diario Le Monde y no pude enterarme, sino hasta más tarde y en otro espacio más generoso, del acontecer mundial.

El arquitecto Jean Nouvel ha unido celdas monacales y modernidad arquitectónica en el hotel Claustro Saint- Louis de Aviñón

La noche transcurrió normalmente, pero antes de meterme en la cama, cuando me cepillaba los dientes frente a mi lavabo futurista, me pregunté cómo iba a ducharme en mi bañera supercontempóranea que no tenía puertas ni cortina y estaba, por decirlo de algún modo, a los cuatro vientos arquitectónicos.

Al día siguiente bajé al comedor a disfrutar del petit déjeuner que venía incluido en el precio de la habitación y vi con júbilo que se anunciaba, para el día siguiente, un buffet à volonté, un desayuno vasto, antítesis del desayuno francés, donde habría jabalí, vinos, postre y café, a voluntad del comensal. En el comedor, que está en uno de los costados del patio del claustro, podía distinguirse, por el concepto que tenían del petit déjeuner, la nacionalidad de algunos comensales, porque han de saber ustedes que el turista español tiene el talento de transfigurar un petit déjeuner en un grand déjeuner, y en lugar de conformarse, como hacen los franceses, con un cruasán y un café, van sumando elementos hasta que obtienen un gran desayuno, un poco repetitivo eso sí, de dos o tres cruasanes, tres o cuatro yogures, medio litro de zumo bebido en vasitos y un trío de panes con mermelada como remate de ese immense déjeuner.

Después de no poder leer las páginas de Le Monde en mi petit toilette, salí de la obra del arquitecto de la torre Agbar, a coger un poco de aire porque mi habitación contemporánea comenzaba a agobiarme y, de paso, a hacer un poco de turismo por Aviñón, la ciudad donde vivían los papas en un plan no muy austero, a juzgar por el palacio donde despachaban sus asuntos y los espacios íntimos donde descansaban sus majestuosos retretes. Lo primero que hice entrando al palacio fue rechazar el telefonito que se le da al visitante para que, a fuerza de ir apretando números, se vaya enterando de manera verbal y pasiva de lo que se puede enterar activamente leyendo las explicaciones que cuelgan de todas las paredes. Hay turistas tan disciplinados que atienden más al telefonito que a lo qué por ahí se les indica que vean; yo no soy uno de éstos pero la verdad es que, de regreso a mi habitación contemporánea, eché de menos un telefonito que me explicara cómo había que bañarse en esa bañera que estaba en medio de la habitación, a los cuatro vientos arquitectónicos. La falta de explicaciones y la urgencia de un buen baño me llevaron a llenar media bañera y cuando el agua alcanzaba su temperatura y su nivel vi en el televisor, que estaba montado en una mesa giratoria de innegable actualidad, un anuncio que invitaba al turista francés a viajar a España, con este eslogan: Smile, you're in Spain (Sonríe, estás en España); el eslogan, aunque yo estaba en Aviñón tratando de darme un baño, me hizo sonreír y pensar en una publicidad más efectiva que llevara este otro eslogan: Sonríe, estás en España, y mañana tendrás un desayuno decente de huevos con butifarra. Aunque pensándolo bien creo que este eslogan es hiperrealista y un poco largo. Cuando las aguas alcanzaron su nivel me metí tiritando a la bañera y me fui mojando el cuerpo con una esponja, eché mano del jabón y del champú y aproveché los espejos que me rodeaban, y los espumarajos que los afeites habían producido, para rasurarme como lo hacían los hombres antiguos de Aviñón, que se bañaban con el agua hasta la cintura y ahí mismo se afeitaban exactamente como yo lo hacía, transportado a los rigores higiénicos del medievo, mientras pensaba en el jabalí que me comería al día siguiente, en el centro de la habitación ultramoderna del famoso arquitecto francés.

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