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Columna
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Zapatería

Las relación entre el dinero y los sentimientos nacionales es muy evidente y muy compleja. En los orígenes de los estados modernos, es decir, en la época histórica de fundar naciones, los sentimientos patrióticos respondieron de forma precisa al interés de la clase burguesa emergente. Bajo las banderas de las ciudades y los gallardetes de los barcos se cobijaban las mesas de los cambistas, los despachos de los mercaderes y los pies de las grandes fortunas, que se calzaban zapatillas de baile para moverse con sigilo entre los secretos de estado, y botas militares para pisar los territorios de las sumas y las multiplicaciones. España se buscó la ruina en aquella época al olvidarse de la razón de estado, empeñada en seguir moviéndose con severidad entre motivos teológicos, honores feudales y misiones ecuménicas. Ahora, cuando el mundo ofrece el espectáculo de la internacionalización del dinero y el final ruidoso de los estados nacionales, España se dedica a discutir sobre la nación y sus finanzas. Y se utilizan alpargatas mediáticas para recorrer los cruces de caminos. Las declaraciones en prensa de algunos políticos y las interpretaciones de muchos supuestos periodistas tienen espíritu de alpargata. Es una rara desorientación histórica, pero no conviene tratarla con desprecio o con bromas, porque las relaciones sentimentales del dinero y las naciones son complejas. Conviene andar con pies respetuosos, no de plomo, pero sí de calzado democrático. Aunque no se funden en verdades esenciales, sino en determinaciones económicas concretas, el caso es que los sentimientos nacionales existen, y hay que ser respetuosos con ellos. Del mismo modo, los que se sienten nacionalistas deben respetar a los demás ciudadanos, evitar la tentación de convertir su identidad en campo de privilegios sociales.

Se trata de hacer política. La historia de España, con su carencia de revolución ilustrada, con sus brotes de nacionalismo romántico y con su burocracia autonómica, ha provocado que algunos territorios sientan de forma muy notable una determinada identidad nacional. No creo que cerrar los ojos sea una buena solución. La vida democrática suele ser incompatible con la ceguera. Resulta más oportuno buscar ámbitos de convivencia. Es curioso que los que invocan de forma exaltada la unidad de España sean siempre los que acaban provocando con tesón que los españoles de un territorio odien a los españoles de otro territorio. Convivir singifica negociar, no imponer lo que uno siente, sino establecer un marco en el que puedan existir distintos sentimientos. A mí me incomodan los nacionalismos, pero puedo convivir con los nacionalistas. Más difícil me resultaría vivir en un estado que acomodara sus impuestos a las identidades nacionales en vez de a los ingresos económicos de cada ciudadano. No tengo ningún inconveniente en que Cataluña se sienta nación (o continente, o imperio), siempre que eso no signifique un desmantelamiento neoliberal del Estado. Vamos todos a echar una mano y a aceptar los zapatos democráticos. Tenemos derecho a que lo del estatuto salga bien, con buena zapatería, aunque sólo sea por lo que llevamos aguantado. Ni la España reaccionaria, ni la ley del dinero (y da igual que venga disfrazada de identidad nacional).

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