Alejo Pawloff von Knüpffer
Por más que un cronista se esfuerce en conseguir buenas historias, nunca será tan eficiente como el trabajo que hacen las propias historias en su afán por ser contadas.
Mi señora madre vive en Buenos Aires. ¿Qué hace cuando se le estropea el televisor? ¿Lo tira y se compra otro? Nones. Lo pone en manos del experto en electrónica del barrio para que se lo arregle. Después de años de aparatos recompuestos ya tienen suficiente confianza como para pedirse favores.
Alejo Pawloff von Knüpffer tiene una hija que vive en Barcelona. Vino a visitarla y mi madre le pidió que trajera unos regalitos, entre los que nunca pueden faltar los alfajores Havanna.
Así fue como conocí a este hombretón con aspecto de oficial de las guerras mundiales. Nos tomamos algo en la cafetería del Corte Inglés de la plaza de Catalunya y me contó su vida.
La historia de un típico argentino nacido en Olavarría (Buenos Aires), de ascendencia rusa y experto en electrónica
"Mi padre era de la minoría rusa de Estonia. Mi madre nació en Moscú, mitad rusa, un cuarto alemana y un cuarto escocesa. Pavlov, el médico que describió los reflejos condicionados, era un tío segundo de mi padre. Por el lado de mi madre hay cierta conexión con la aristocracia. De ahí viene el Von. El zar Alejandro II solía recorrer sus dominios y visitar los colegios de la Gran Rusia. Una vez se quedó prendado de una estudiante. Hay una película, protagonizada por Romy Schneider y Curd Jurgens, que se llama Katia y trata sobre esa chica. Aunque al Zar lo mataron de un bombazo, alcanzó a tener descendencia con la tal Katia. La nieta de esa pareja real era íntima amiga de mi madre. Lo de Pavlov no lo puedo probar, aunque es algo que se sabe en la familia. La conexión de mi madre con la nieta del Zar, en cambio, la tengo perfectamente documentada. La nieta de Alejandro II era pariente de Aleksandr Pushkin, el escritor, y también se fue a vivir a Buenos Aires. Ya verás cómo después reaparece en la historia".
"Mi padre escapó del comunismo y se fue a Alemania a estudiar ingeniería. Mi madre y él llegaron por fin a Argentina, no sin un sinfín de peripecias que incluyeron el casamiento por conveniencia, de ella, con un oportuno polaco. Él consiguió un trabajo nocturno engrasando colectivos. ¡Era ingeniero pero no tenía ni un peso y no entendía el idioma! Sin embargo fue progresando y se colocó en una fábrica de cemento, cuyo dueño era un amigo de la nieta del Zar. ¿Ves lo que te decía? Esa señora, como agradecimiento a unos favores que le hizo mi padre, nos regaló un samovar de oro, plata y marfil que había pertenecido a Alejandro II, más dos iconos y alguna joya de la Zarina. Sé que ese samovar vale una fortuna, pero no lo quiero vender. Una vez se me ocurrió ir a tasarlo al Banco Municipal de Préstamo. Me retuvo la policía hasta que les pude probar que no era robado. Claro, no tenía la boleta de compra. Volviendo a mi padre, llegó a ser el encargado de aquella fábrica. Estaba en la provincia de Buenos Aires, en un pueblo llamado Olavarría. Yo nací y me crié ahí. El dueño de la fábrica y los altos cargos, como mi padre, hablaban en alemán, que fue mi primera lengua. Mi madre hablaba ruso, alemán, estonio, polaco, francés, inglés y español. En esa época yo tenía dos grandes hobbies: la aviación y la radio de onda corta. A los 16 años tenía licencia para volar, aunque aún no podía conducir. Mi padre montó su propia fábrica de hormigones livianos y yo me fui a hacer unos cursos a Alemania. Prosperamos tanto que llamamos la atención de un tipo que fue ministro de economía, un infame llamado Álvaro Alsogaray: los argentinos lo conocen bien. Le hacíamos competencia y nos hundió. Nos quedamos en la calle. ¿Qué hacer? Había que rebuscárselas como fuera. Como sabía algo de radios empecé a repararlas y a estudiar electrónica por mi cuenta. Al mismo tiempo me inicié como piloto profesional, fumigando campos. Actualmente hay aviones especializados, alguien te guía desde tierra, está muy reglamentado. Yo lo hacía a pelo, tragando humo y volando solo, a dos metros de tierra. Después de unas cuantas horas comienza a ser peligroso. También conseguí un trabajito en Mar del Plata, en la temporada de verano: escribía cosas en el cielo, como por ejemplo un 12 al mediodía. Era todo muy artesanal, practicaba con una bicicleta con una bolsa de harina detrás. Seguí aprendiendo y al final me convertí en instructor de una escuela de vuelo. Con el tiempo abrí mi propio negocio de reparación de aparatos electrónicos. Me fue bien y aquí estoy".
El típico argentino. Escuché sus idas y venidas, subidas y bajadas, absorto en una historia que es la de mi familia y la de incontables inmigrantes obligados a ponerse las pilas y hacer lo que sea para sobrevivir.
Al otro lado de la plaza de Catalunya, en el Triangle, venden alfajores Havanna. Pero no están tan fresquitos como los que me trajo Alejo Pawloff Von Knüpffer.
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