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Contra la ley antitabaco

No fumo desde el seis de octubre de 1996, ese día fumé mi, hasta la fecha, última pipa.Desde entonces la pequeña colección de cachimbas que en su día reuní duerme el sueño de los justos en una de las librerías de mi casa. Gracias a la magnífica labor del departamento de Sanidad y de su distinguida titular estoy sometiendo a detenida consideración la posibilidad de volver a la costumbre de las bolsas de picadura y al hábito de fumarme una pipa después de las comidas. La ley 25/05 no merece, me parece, respuesta más indicada que la señalada. No sé si la expresión "fascismo sanitario" que han empleado algunos críticos para describir ese engendro legislativo es adecuada o no, pero no dudo que estamos ante una ley que hubiere respaldado el vegetariano, abstemio y alérgico al tabaco D. Adolfo Hitler, lo que, en mi modesta opinión, es motivo necesario y suficiente para que contemplemos con suspicacia un texto legislativo que, desde el encabezamiento a la firma, refleja lo que me parece apropiado definir como "la funesta manía de prohibir".

Porque a la postre de eso se trata. De prohibir. No hay que hacer caso de la denominación de ley de "medidas sanitarias", de las treinta y una disposiciones duraderas del texto legal sólo dos (arts.11 y 12) pueden se descritos apropiadamente como "medidas sanitarias", cubriendo menos de un tercio del único capítulo que a la materia se dedica. Cuando el legislador habla de "medidas sanitarias" esta diciendo conscientemente cosa distinta de lo que efectivamente hace. Es decir, miente. La ley esta dedicada poco menos que en su integridad a exponer un detalladísimo catálogo de prohibiciones y restricciones, a configurar un vago y generoso catálogo de infracciones a las que se anuda un contundente aparato sancionador, al que por cierto no falta el rescate de la venerable pena infamante que este prodigio de modernidad rescata del arsenal punitivo del Antiguo Régimen (véase el notable art.18.2. d.), es más, llevado de su noble propósito de sancionar punto menos que todo lo sancionable se llega al extremo de abandonar algo tan básico como el principio de personalidad de la infracción, de tal manera que una persona puede ser sancionada por la Administración por las conductas realizadas por otra u otras, al extremo, mi querido lector, que si su hijo menor de edad fuma en lugar no autorizado la multa la pagará usted (art.21.8.). La manía de prohibir llega a extremos surrealistas: si una tabacalera entrega un donativo a una ONG (Medicus Mundi o Cáritas, pongamos por caso), debe hacerlo de modo clandestino, porque si la donación recibe publicidad puede ser un supuesto de patrocinio, prohibido por la ley, ya que si se sabe el público conocimiento puede tener el efecto indirecto de promocionar la imagen del producto que la donante elabora, lo que el legislador, sabio y prudente, proscribe. No es casual, es simplemente la consecuencia de una mala idea: la del patrocinio indirecto no es mal candidato para sustituir a la caja de Pandora.

Lo que más bemoles tiene en este asunto es que la amplia gama de prohibiciones con que el legislador nos ha obsequiado, en aras eso sí de lo políticamente correcto, trata de fundamentarse en que los españoles tienen constitucionalmente reconocido el derecho a la salud, y de esa escarpia se cuelga semejante producto. Para cualquier persona no contaminada de totalitarismo sanitario puede parecerle raro que de un derecho se extraiga como primaria y principal consecuencia jurídica una tan amplia gama de prohibiciones. El argumento es conocido, viejo y malo: mediante esa gama de prohibiciones el legislador, sabio y prudente, nos protege frente a nuestros malos deseos y desviadas inclinaciones, velando de ese modo por la satisfacción de nuestro derecho a la salud. No se trata, pues, de promover e implementar las medidas necesarias para que nuestra salud mejore dentro del respeto a la autonomía personal (que es el núcleo fundamental de todo derecho constitucional, y aun de todo derecho individual), se trata de imponer políticas públicas cuya directriz principal es limitar esa misma autonomía personal al efecto de obtener un determinado resultado que se estima (por el legislador) bueno. Paternalismo se llama eso. El Estado, muy amablemente, nos impone unas conductas y nos prohíbe otras para mantenernos sanos. El derecho a la salud se aproxima peligrosamente a la obligación de estar sanos. Al fin y al cabo ¿no dice la exposición de motivos de la ley que el que las mujeres fumen supone una vulneración de la igualdad de oportunidades en el derecho a la salud? ¡Ah insensatas!

En suma, la ley en cuestión es constitutivamente mala, y lo es precisamente en la medida en la que otorga una prioridad absoluta a un bien (la prevención) y sacrifica al mismo la autonomía personal, limitando o dificultando el ejercicio de derechos, en algunos caso de derechos fundamentales. Claro que prohibir y sancionar es más barato que desarrollar políticas preventivas, a las que se dedican dos de treinta y ocho preceptos de la ley. En estas condiciones no les extrañará a ustedes saber que cada vez que veo la rubia melena de la señora ministra del ramo en los noticiarios de la TV siento en irresistible deseo de fumarme una pipa. Laus Deo.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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