Policía del pensamiento
Ha suscitado gran revuelo la elaboración de la Ley de la Comunicación Audiovisual de Cataluña. En el fondo de la polémica está la posibilidad de que cierta emisora pueda ser represaliada en esa comunidad autónoma. El Consejo Audiovisual catalán ya emitió en diciembre un informe criticando a la emisora por "excederse en los límites de la libertad de expresión". La nueva ley otorga al consejo la atribución de imponer a un medio de comunicación multas de hasta 300.000 euros o de suspender sus actividades por un periodo de hasta tres meses. Alguien apuntará que sanciones tan enormes no dejan de tener carácter administrativo y que queda abierta, en consecuencia, la ulterior vía judicial, pero resulta difícil imaginar para un medio de comunicación pena más dura que un cierre, por temporal que sea. El cierre de un medio, como sanción administrativa o como medida cautelar tiene, de hecho, el carácter de condena en firme. A estas alturas, y cualquiera que sea el desenlace final del caso, nadie tendrá el cinismo intelectual de considerar que el cierre de Egunkaria es económica y moralmente reparable.
Reconocer a un órgano gubernativo el poder de decretar el cierre de un medio de comunicación entra de lleno en los terrenos de la censura. La polémica ha surgido en Cataluña y levantado las iras de la derecha españolista, pero lo cierto es que ni siquiera la emisora más reaccionaria que hoy opera en el Estado debería quedar a merced de los deseos de un gobierno. El Gobierno catalán se equivoca atribuyéndose el derecho a organizar policías mediáticos y moduladores de la conciencia ajena. Claro que una consulta a las páginas web de distintos consejos audiovisuales permite concluir que la vocación de estos organismos es siempre inquisitorial. Ni siquiera ocultan sus intenciones. Por ejemplo, los consejos audiovisuales catalán y navarro tienen muy distintos detentadores, pero ninguno de los dos manifiesta otro objetivo que no sea el control político-social. Otra cosa, claro, es que los sospechosos sean muy distintos para el Gobierno navarrista de UPN o para el Gobierno republicano-socialista de Maragall. En este país, cada uno tiene fantasmas particulares y alimenta con ellos sus pesadillas.
Un medio de comunicación, por el mero hecho de informar y opinar, no puede ser clausurado. Sólo un juez debería tener derecho a hacerlo y, desde luego, no por razones informativas, sino por gravísimos delitos perpetrados al amparo de aquella actividad. Por extravagantes que sean, hasta algunos conocidos periodistas de la Cope tienen derecho a vomitar sus opiniones con la inquina con que lo hacen diariamente. Se puede argüir que formalmente los consejos audiovisuales no dependen del gobierno de turno, sino de un parlamento, que suele ser quien nombra a sus miembros, pero eso no mejora la situación: nuestro régimen es una partitocracia, con todo lo que acarrea la palabra. ¿Alguien confía en la imparcialidad de ningún órgano, habida cuenta del sistema de reclutamiento, promoción interna e incluso nombramiento de presuntos independientes, que opera en el seno de todos y cada uno de los partidos políticos? Nadie puede ser tan ingenuo.
Los consejos audiovisuales, como confiesan de sí mismos sin rubor, cumplirán "funciones de vigilancia y control"; tendrán "capacidad de intervenir en los contenidos"; establecerán límites "según los valores constitucionales"; velarán por la "objetividad y transparencia de los medios"; controlarán "la neutralidad y la honestidad de las informaciones"... Los entrecomillados forman parte de documentos con los que varios de estos comisariados de índole autonómica se presentan en sus páginas web ante la ciudadanía.
Pero ¿quién demonios puede controlar la "honestidad" de una noticia? ¿Qué burócrata es capaz de indagar en la conciencia de un redactor o de un editor de informativos? Asombra que un gobierno alumbre un sistema de inspección que abarca no sólo las informaciones objetivas o la formulación de opiniones, sino incluso la presunta honestidad de las conciencias. Sencillamente fantástico.
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