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Columna
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Transplantes

Hace una semana, nos enterábamos de que en el Hospital Virgen del Rocío de Sevilla se llevaba a cabo el primer transplante de cuero cabelludo de Andalucía, que es una operación difícil y tampoco cuenta con excesivos precedentes en el resto del país. La beneficiaria era una joven de veinte años que a causa de un accidente laboral había perdido la facultad de usar el peine y el champú, y que gracias a la pericia de los médicos podrá volver a visitar las peluquerías. Este caso me ha hecho recordar el de esa otra señora británica a la que un mes atrás le injertaron una cara nueva porque la suya se la había dejado en un incendio. Entonces se habló de posibles secuelas psicológicas, y no me cuesta comprender por qué: después de muchos años explorándose frente al espejo, la señora había aprendido qué músculos debía activar para expresar la alegría o el desencanto, y tal vez hubiera desarrollado la capacidad de incitar a otros al temor o el deseo mediante sonrisas milimétricamente calculadas. Y, de repente, vuelve a asomarse a ese antipático vidrio del cuarto de baño y se encuentra con las facciones de otra persona, un rostro nuevo cuyos signos debe aprender otra vez a traducir, cuyas mejillas, pómulos, arrugas en la frente le resultarán un jeroglífico tan oscuro como los gestos de cualquier desconocido con el que se cruce en el autobús. Se me antoja que la joven a la que han reemplazado el cuero cabelludo puede sentir en algún momento una congoja similar. Supongamos que a partir de la intervención su cabeza comienza a producir pelo rubio, en vez del castaño a que tenía habituados a sus amigos; supongamos que un pelo recio y ensortijado sustituye a la melena lacia que hasta el momento no había permitido a su dueña más que un par de castas coletas. A veces opinamos alegremente que minucias como el color de los ojos o la tonalidad del bigote no influyen en nuestro carácter y que contribuyen mínimamente en el trazado de nuestra vida: pero no hay más que colocarse una peluca o unas lentillas y asomarnos al espejo para que una sensación vaga de sobresalto o miedo desmienta nuestra seguridad.

La rutina, el trasiego continuo de quirófanos y estadísticas, nos hace obviar a menudo hasta qué punto un transplante constituye un discreto milagro. Hasta mediados del siglo pasado, todo individuo que perdía un apéndice por la crueldad de una infección o de un obús no tenía más remedio que resignarse a esos siniestros sucedáneos de madera y cuero que pueblan los cuadros de Georg Grosz. Hoy existen piezas de recambio. Estoy seguro de que, con el implante, el paciente que goza de un nuevo órgano gana más cosas que la mera recuperación de la movilidad: seguro que, además de carne y ternillas, el pie recién llegado aportará el turbio recuerdo de una vida anterior, de otros tobillos y otros zapatos. Tal vez en ocasiones la señora británica sienta una especie de caricia en las mejillas, o la presión de unas gafas que no necesita. En cuanto a la joven que acaba de ser operada, puede que a partir de ahora sienta el irrefrenable deseo de cubrirse con sombreros, o de servirse de horquillas, o prefiera el pelo corto en vez de la cascada morena que ha lucido tradicionalmente. No fantaseo: es nuestra mano quien pulsa la máquina de escribir o toca el piano, mientras el cerebro se halla lejos, pensando quizá en otras manos que no están delante.

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