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Columna
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Humo

El fumador ya es una pieza de caza codiciada, y hasta de lujo, para algunos escopeteros de pasta y postín, que se excitan con la idea de la cabeza de un jefe de negociado de Hacienda, entre las de un león masai y un rinoceronte negro. Mientras, el fumador recela de su esposa, de sus amigos y de sus compañeros, convencido de que cualquiera de ellos puede delatarlo, para hacerse con la recompensa de una buena acción. Y lo peor, decía un devoto del cigarrillo, no son los chivatos y pelotillas, sino los vigilantes situados estratégicamente y con mira telescópica: por la voluta se sabe donde está el fuego, y te pueden baldar de una perdigonada de cientos de euros. El devoto del cigarrillo se iba a la calle y se lo hacía en unos minutos, con fruición y al cobijo de una acacia. Esto, no, exhortaba a sus correligionarios, esto resulta humillante y no puede seguir así: tenemos que organizar la resistencia, la guerrilla urbana, el maquis en los centros oficiales y en las empresas privadas. Cada uno de nosotros llevará el nombre de una marca, su sabor, su composición química, su aroma, como aquellos héroes de Fahrenheit 451. Entonces, la lectura y el conocimiento eran perniciosos para el espíritu, y quemaban los libros; ahora, el tabaco es malo para los pulmones, las coronarias y no sé qué más, y apagan los cigarros, aunque los fabrican, los venden y se embolsan beneficios e impuestos. Nosotros no nos resignamos a ser sustancia de reserva. Nosotros, entre pitillo y pitillo, impulsamos la industria cinematográfica, escribimos y protagonizamos películas, dramas y novelas, pusimos una nota de glamour en el beso y hasta en el cinismo del detective privado. Aquel fumador era un líder y pronto lo desterraron a una remota capital de provincias. Muchos años después, una soleada mañana de enero, un matrimonio le preguntó a sus hijos si preferían visitar el zoo o el smoking room. En el smoking room, estaban los últimos fumadores del planeta y hasta se les podía tirar cigarrillos: tosían oscuramente, escupían, estaban pálidos y sin afeitar, pero el humo de una sola de aquellas ávidas caladas aún hacía que se cerraran muchos ojos, como si los hubiera acariciado el aire de una mariposa.

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