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El rey de una república federal

A las juventudes de ERC debieran darles sus dirigentes más lecciones de derecho constitucional para que sepan contra qué se manifiestan cuando rompen ejemplares de la Constitución española y exigen al Rey que condene el franquismo, como si creyeran que la ley fundamental de 1978 prolonga la anterior dictadura y que Juan Carlos I sigue siendo el heredero de Franco. Rechazan tanto el texto constituyente que ni siquiera lo han leído, o no lo entienden, pues hacen una lectura del Estado, de sus instituciones y de los conceptos clásicos de soberanía, pueblo, monarquía o república que ha perdido todo su sentido original. Por si alguno de estos jóvenes, o sus mentores, me lee, quiero aclararles, sin sombra de paternalismo ni de desdén por su coyuntural ignorancia, que el verdadero régimen establecido por nuestra Constitución no es el monárquico-franquista, antidemocrático y unitario-centralista, del pasado, sino precisamente la democracia republicana a la que dicen aspirar y a la que sólo le falta un senado diferente para ser una auténtica república federal. Si alguna autoridad técnica creo tener es la de haber redactado, por encargo del PSC y con el total apoyo del PSOE, los artículos constitucionales que tratan de las facultades del rey y del actual sistema estatal de comunidades autónomas.

A quienes alegan que la institución del rey es incompatible con la democracia al no haber sido éste elegido por los ciudadanos, o que la presente monarquía ha sido impuesta por no haberse plebiscitado en 1977, les informo de que las Cortes constituyentes, surgidas de las urnas ciudadanas, votaron la continuidad del rey sucesor de Franco, pero suprimieron todos los poderes recibidos del dictador y le encargaron el ejercicio de unas funciones muy precisas y tasadas en la jefatura del Estado. Dejó así de ser un monarca soberano, como lo fue Franco sin ser rey, y se tornó mero funcionario estatal, radicalmente distinto del rey franquista pese a ser la misma persona física. A sugerencia mía, el PSOE defendió en solitario la república para provocar una votación favorable a la monarquía parlamentaria que resultó mayoritaria (incluidos los comunistas). De ese modo, el rey Juan Carlos obtuvo su legitimidad democrática como rey constitucional, y se convirtió, como en las demás monarquías europeas de gobierno parlamentario, en el jefe de estado de una república coronada, de una monarquía republicana. ¿Por qué? Porque la república no es siempre sinónimo de democracia (Hitler, Stalin o Pinochet fueron dictadores, monarcas soberanos de unas repúblicas) y, desde que desaparecieron las monarquías absolutistas o simplemente moderadas en España (de Fernando VII a Alfonso XIII, el abuelo del actual rey) la democracia hace, al ser parlamentaria que se realice una república presidida por un rey sin poderes, ya que la responsabilidad de gobernar corresponde a los poderes democráticos, representantes de la ciudadanía, única soberana. Y ese rey es perfectamente compatible con un Estado formado por 17 comunidades autónomas, que son aún más repúblicas si cabe, pues sus presidentes, elegidos por parlamentos populares, sí dirigen, bajo su responsabilidad parlamentaria, el Gobierno político autónomo. Tales comunidades son Estados, en cuanto partes de un Estado común. Son ya una federación de estados que tan sólo necesita un senado que culmine el sistema federal mediante la reforma constitucional promovida por Rodríguez Zapatero y a la que sólo se niega el PP.

En estos 27 años, el Rey ha cumplido con pulcritud sus funciones sin extralimitarse. Incluso cuando puso firmes a los generales el 23-F de 1981 en nombre de la Constitución, lo hizo a las órdenes del Consejo de Subsecretarios que substituyó al Gobierno, secuestrado por el coronel Tejero en el Congreso. La llamada "función moderadora" la ejerce discretamente y sin tomar partido en pro o en contra de las diversas políticas públicas, aunque en casos graves, como en la guerra de Irak, hizo saber con sutileza inequívoca su personal oposición, nunca perdonada por su promotor. O su reciente discurso pidiendo fin a la crispación provocada por cierto partido en contra de las reglas democráticas más elementales. Es significativo que los socialistas hayan respetado y promovido siempre el papel constitucional del Rey mientras que el aznarismo le ha ninguneado, y que se sienta más cómodo con los gobernantes de izquierda que con una derecha, escorada al neofranquismo, soñadora de una república, no parlamentaria, sino presidencialista y plebiscitaria, con un solo partido hegemónico. ¿Qué le contaría Aznar a Bush para que el hermano de éste tuviera en una entrevista el lapsus de confundir al líder del PP con el presidente de la República Española?

Parece paradójico, pero son los demócratas y las izquierdas republicanas las que apoyan la república coronada porque es la forma de nuestra democracia federal. En cambio, son las derechas las partidarias de una monarquía personal autoritaria bajo la forma de una república controlada por un nuevo Movimiento Nacional neofascista. Al fin y al cabo la antigua Falange era republicana en esa línea. Los coqueteos republicanos de Aznar eran tan bien conocidos por La Zarzuela como fue ironizada en palacio su megalomanía monarcoide de celebrar bodas familiares junto a las tumbas regias de El Escorial. Que no se engañen, pues, los jóvenes republicanos catalanes. Que en este y en otros temas políticos, como el Estatuto, no le hagan el juego al republicanismo monarquizante del otro extremo. Que valoren como una conquista democrática la república federal que ya tenemos de hecho. Que luchen por conservarla y culminarla, no con ideas tópicas y anticuadas, sino con un correcto conocimiento, al servicio de la sincera y noble voluntad democratizadora que, sin ninguna duda, les mueve.

J. A. González Casanova es catedrático de Derecho Constitucional.

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