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Memoria de catástrofes

Se ha cumplido un año desde el terrible tsunami que arrasó el Océano Índico y que dejó un número incontable de víctimas. Y hace poco se han cumplido doscientos cincuenta años de otro maremoto, el que el 1 de noviembre de 1755 arrasó Lisboa y golpeó la costa atlántica hasta Marruecos, con cerca de cien mil muertos. La reacción inmediata y posterior del mundo desarrollado ante la tragedia del Índico ha estado bajo mínimos. La que hubo en la tragedia de Lisboa fue múltiple y dispar: el rey portugués se quedo patológicamente paralizado, aterrorizado hasta el fin de sus días; de la reconstrucción de la capital se ocupó el marqués de Pombal; y, si la sacudida física alcanzó a Sevilla y Salamanca, la ideológica conmovió a toda la Europa ilustrada. El desastre de Lisboa fue una bofetada a la inteligencia teológica europea en mitad del siglo de la Ilustración.

¿Cómo compaginar a Dios con la existencia de catástrofes naturales en el mundo? En el tsunami de la Navidad de 2004, pocos han hecho la pregunta, como si ahora ya resultara innecesaria, trasnochada; pero en 1755 era obligado preguntarlo. Se operaba por entonces todavía con la teodicea de Leibniz. A la sección de la filosofía que se ocupa de la justificación del Creador ante el escándalo del mal se la llama teodicea. La de Leibniz no es un optimismo simple: no sostiene que éste sea el mejor de los mundos imaginables; sólo defiende que es el mejor de los que, tomadas en conjunto todas las propiedades compatibles, le era posible crear a la divinidad. El mundo está bien hecho; y sin algunos males concretos no llegarían a darse bienes mayores. Por otra parte, de lo bien diseñado que está el mundo deriva un argumento a favor de la existencia divina, argumento cuya fragilidad hará ver Hume en los Diálogos sobre la religión natural, lo que no impide que a mediados del siglo XVIII, de todos modos, una religión natural y racional, tal como se expresa en el minimalista "credo del vicario saboyano", del Emilio de Rousseau, goce de amplio crédito entre los ilustrados.

La catástrofe de Lisboa sonó como un disparo en medio del concierto teológico racionalista. El lugar clásico del desconcierto es el Cándido de Voltaire, un relato ilustrado de formación de su joven protagonista. En la educación de éste, el mentor Pangloss, volteriana caricatura y sátira de Leibniz, recoge su teodicea en versión al alcance de los niños: no hay efecto sin causa; incluso los desastres naturales suceden para algún fin más alto; aun en la mayor tragedia, tout est au mieux, es decir, y en castellano llano, no hay mal que por bien no venga.

Lisboa 1755 era un mentís a cualquier teodicea y dejaba bastante malparada a la divina Providencia. Rousseau replica por carta a Voltaire, que también en un poema había filosofado "sobre la ley natural y el desastre de Lisboa". Pero los librepensadores lo tuvieron claro en adelante y elaboraron su propia teodicea, que se resume en una frase: la única excusa de Dios es que no existe. Los cristianos más sensibles, como Dostoievski, hubieron de reconocer que ahí, en el mal, singularmente en el sufrimiento de los inocentes, encuentra el mayor obstáculo la fe. En Los hermanos Karamazov se declara en rebeldía Iván: toda la armonía del universo no vale una sola lágrima de un solo niño; rehúsa, pues, una creación donde los niños son torturados; no quiere entrar en un cielo que haya sido construido con tanto sufrimiento; devolverá el billete de entrada al paraíso de semejante Creador. Su hermano Alioscha apenas puede balbucear una respuesta evangélica, nombrando al Cristo que sufrió. Anticipa Alioscha así las teologías más recientes del dolor de Dios (Kitamori) y del Dios crucificado (Moltmann), las cuales se manejan mejor frente a los males causados por mano humana, donde cabe argüir que el Creador respeta la libertad de sus criaturas, incluida su maldad, y se invoca el sentido redentor del sufrimiento. Los desastres naturales, por el contrario, resultan intratables para cualquier teología y teodicea.

Sólo predicadores recalcitrantes son capaces de mantener una explicación teológica, apocalíptica, ante catástrofes de la naturaleza. Lejos de mudarse en objeciones, ellas demuestran que hay Dios, puesto que hay azote divino. ¿Castiga Dios? Luego existe. El paradigma bíblico de su castigo lo representan Sodoma y Gomorra, las ciudades pecadoras. ¿Qué diremos de Pompeya? Otro lupanar, que merecía el fuego del Vesubio. Siempre hay pecados que merezcan la ira del volcán o del océano. También el sida y las pandemias llegan a pecadores o a hijos de pecadores; y ¿cómo no? No sólo en Madrid se peca mucho. Sin embargo, si se buscan causas últimas detrás de los factores próximos, es más probable que el reciente furor de huracanes en el Caribe se deba al cambio climático en la Tierra que no a un castigo del Creador, cuya mejor disculpa continúa siendo la de hallarse ausente.

Hay que releer esa poderosa parábola de la miseria y de la dignidad humana que es La peste, de Camus. En sus prédicas cuando la peste ha comenzado a difundirse, el jesuita Paneloux ha atribuido a los pecados el origen del mal. Pero en su potencia de contagio, la peste alcanza, ¿y cómo no?, a los niños. Ante el cadáver de un pequeño por cuya salud el jesuita ha rezado, el doctor Rieux le espeta irrefutable: "Al menos éste era inocente, ¡usted lo sabe bien!". No hay teodicea posible cuando la peste se lleva a un niño. No hay coartada o elogio concebible para el responsable, si lo hay, de un universo donde la pandemia alcanza a niños. El único elogio en esa formidable parábola de Camus será para "aquellos que no se resignan a la peste y que, no pudiendo ser santos, se esfuerzan por ser médicos".

Ser médicos, enfermeros, bomberos, rescatadores, auxiliadores sin fronteras: es el abecé de urgencia del manual para el "día después" en catástrofes y emergencias. Pero también hace falta tecnología y ciencia -meteorología, sismología- para la previsión que unos días antes permite la evacuación de zonas bajo amenaza y para aquella otra, incluso sólo una hora antes, que da tiempo para huir de la orilla del mar en un maremoto y ponerse a salvo. Se resume en una palabra, protección civil, el conjunto de personas, profesiones, voluntariado, técnicas, recursos, ordenados a prever y atenuar el alcance de desastres naturales. Hasta ahí son medidas técnicas y humanitarias, que una sociedad desarrollada adopta sin ponerse a ella misma en cuestión.

Hay otras previsiones y providencias -humanas, no divinas- no tan fáciles, no de días antes, sino de años antes, muchos años, y que sobrepasan con mucho el concepto y la política de protección civil. Son providencias de urbanismo, de creación de espacio urbano. Después de 1755 surgió una Lisboa nueva de la mano del Marqués de Pombal. Después de sus inundaciones de ayer mismo, Nueva Orleans, Cancún y otros lugares seguramente serán restaurados en su prístino y aún mayor esplendor (aunque si no tenían esplendor, como los del tsunami de 2004, acaso ni sean restaurados). Pero el asunto clave no es la posterior restauración, reconstrucción, sino la construcción desde el comienzo; y se trata no de unas pocas ciudades símbolo de tradición o de prosperidad, sino de millones de aldeas y suburbios en el mundo. Las catástrofes inciden en víctimas según el entorno y la vivienda: en qué lugares y en qué condiciones se vive, con qué riesgos de catástrofes; qué solidez tienen las construcciones; que vías de salida hay para las aguas y para las personas. Para atender a esos factores cruciales hacen falta previsiones, medidas, políticas sociales sostenidas durante decenios. Inundaciones, terremotos, volcanes, supuestamente no discriminan; no perdonan al que encuentran. Pero claro que discriminan, y mucho, porque encuentran sobre todo a los desfavorecidos. Las poblaciones marginales, las de reciente o no tan reciente inmigración, las que sobreviven gracias a indeseables trabajos, no han tenido más remedio que asentarse en los lugares más expuestos a riesgos naturales y lo han hecho, además, en las peores condiciones de vivienda. Igualmente, los más pesimistas pronósticos de una gripe aviar lo son para Asia y África, no tanto para Europa. También las pandemias discriminan.

Ahora bien, nombrar la construcción de espacios habitables toca ya y pone en cuestión el modelo global de sociedad. La cuestión ahora, dos siglos y medio después de Lisboa 1755, un año después del maremoto del Índico, no es justificar o inculpar al Creador, no es teodicea, sino justificar o inculpar a la sociedad: sociodicea. El discurso de los gobernantes es panglossiano: el mundo que ellos vienen haciendo está bien hecho; vivimos en la mejor de las sociedades posibles; España va bien o iba bien; el Irak actual es el menos malo de los Iraks posibles; Nueva Orleans volverá a levantarse y a brillar. Pues bien: nada de eso, en manera alguna. Frente a tal sociodicea obscena hay que recoger la rebeldía de Iván Karamazov, devolver el billete de entrada a un engañoso paraíso hecho a costa de excluidos. Este mundo está mal hecho. Si no lo supiéramos también por las hambrunas crónicas y por las guerras, que ni siquiera son noticia, el resultado de los espasmos episódicos de la naturaleza, con miles de víctimas, debería abrirnos los ojos; y no para elaborar una alambicada pero imposible sociodicea, sino para contribuir a una sociedad radicalmente distinta y humanamente justificable.

Lo que hace falta es cambiar la sociedad y no intentar justificarla. Hacen falta personas que, sin pretender ser santos ni héroes, se esfuercen por ser médicos, maestros, arquitectos, promotores de viviendas, ciudades y asentamientos habitables, urbanistas, profesionales del medio ambiente, gobernantes competentes y responsables, ciudadanos en organización y en lucha. Resulta alentadora, más que demoledora, la sentencia de que, si hasta la fecha los filósofos no han hecho otra cosa que interpretar el mundo, lo que en verdad hace falta es transformarlo. No se trata de repetir la sentencia: eso no basta, aunque recordarla resulta siempre saludable para remover conciencias. Se trata de practicarla.

Alfredo Fierro es catedrático de la Universidad de Málaga.

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