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Columna
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Otro Mesías

Muchas habían sido las causas que había barajado sobre el origen de su tormento, que al principio achacaba a razones externas. Voces que surgían de un microchip incrustado en una muela; complots de grandes corporaciones u organizaciones terroristas; crueles juegos llevados a cabo por gentes del futuro mediante máquinas del tiempo; revelaciones divinas que le decían que él -Él- era Jesucristo y estaba destinado a salvar a los hombres.

Tan reales eran estas alucinaciones, que, a pesar de verse poco a poco libre de ellas, uno podía sentirse profundamente desgraciado por no volver a oír voces, cuando todos los delirios se desmoronaban, como construcciones agrietadas, por efecto de las pastillas que tomaba obedientemente a requerimiento de los enfermeros. Se sentía triste porque no había sido capaz de triunfar, de acabar con la injusticia, la miseria y las organizaciones criminales, de demostrar que había un microchip en su dentadura, de desenmascarar a los seres del futuro. Y su pena se exacerbaba cuando se percataba de que Jesucristo, ¡Jesucristo!, no había vuelto a la tierra utilizando su cuerpo y su mente.

Se sentía profundamente avergonzado, además, de haber creído alguna vez que él era el salvador de los hombres. Miraba el belén que había puesto la familia, la figurita del niño, entre la Virgen María y San José, y se reía de sí mismo, hasta tal punto que se doblaba como una caña, y se veía sacudido blandamente por flojas carcajadas que no llegaban a estallar, como si se quedasen atoradas en su vientre. Tal era la naturaleza extraña de su hilaridad, que una salivación espesa acompañaba sus intentos de reír, y caía en larguísimos hilillos hasta su pecho, o señalaba la alfombra con una estela parecida a la de un caracol.

Sin embargo, la familia de aquél que fue el otro Mesías durante un tiempo estaba contenta. Efectivamente, el enfermo se había creído Jesucristo, tal y como Don Quijote se creyó caballero, pero ya estaba curado, y, al fin y al cabo, resultaba enternecedor que hubiese elegido tal identidad por aquellas fechas entrañables. No obstante, a la abuela le quedaban dudas. ¿No estarían matando a un nuevo Profeta, si acaso, a base de pastillas? ¿No estarían abortando la nueva venida de Jesús, esperada por tantos? ¿No estarían privando al mundo de un auténtico Mesías?

Mientras la abuela pensaba esas cosas, mascando un poco de turrón blando, el nieto miraba por la televisión el mundo que no había podido redimir, hasta que en un momento dado se levantó y se fue a la cama, sin decir nada, en mitad de la Nochebuena.

Si alguna vez fue Jesucristo, su trabajo había terminado.

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