Aprender el catalán
Por razones bien comprensibles, hasta ahora los comentarios a la propuesta de reforma del Estatuto catalán se han centrado en las competencias, las modificaciones institucionales y la financiación; más desapercibida ha quedado la declaración de derechos, y especialmente el régimen lingüístico del catalán, sobre todo la obligación que se propone de su conocimiento por parte de los ciudadanos, sin duda la novedad más importante del nuevo Estatuto en esta materia.
La imposición de la obligación de conocer el catalán -obviamente, no la decisión de fomentar su uso, ni la de emplearlo como lengua cooficial- denota una idea de la cooficialidad que no considero correcta. Primero, porque se atribuye a la lengua propia, esto es, al catalán, una condición nacional que ciertamente posee, pero que no puede monopolizar, sino sólo compartir. Sólo desde una visión estrechamente nacionalista puede negarse al castellano su potencialidad como expresión nacional, compartida con el catalán, de Cataluña. Segundo, se parte de una visión descompensada del bilingüismo correspondiente a una idea territorializada del pluralismo lingüístico que no es la propia de nuestro sistema, donde se acoge más bien lo que podríamos llamar un bilingüismo perfecto, en el que el ideal no es la coexistencia sino la convivencia de lenguas, y donde el pluralismo que se acepta no es el de un sistema territorializado, sino el de un modelo también vigente en cada comunidad autónoma. Así, en fin, la actual situación de equilibrio lingüístico, si bien puede ser corregida a favor del idioma propio a través de las correspondientes políticas lingüísticas, no cabe ser entendida como un simple estadio cuyo objetivo final pretenda atribuir a cualquiera de los idiomas una posición de clara subordinación.
No considero adecuada, en segundo lugar, la pretensión de atenuar el significado de la imposición de conocer el catalán utilizando dos argumentos que me parecen endebles. Se dice que la cláusula a que venimos refiriéndonos se produce exclusivamente en el terreno simbólico. Ciertamente, el nuevo Estatuto no es precisamente parco en estas manifestaciones simbólicas, pero la disposición a que aludimos tiene una estructura claramente normativa, como corresponde también al texto en que se inserta, pues el Estatuto de autonomía posee una dimensión cuasiconstitucional indudable. A ella le son anudables los efectos correspondientes, esto es, sus consecuencias, no sólo políticas, sino también jurídicas. Tampoco creo que la imposición del catalán por el Estatuto pueda cubrirse con la deferencia que la Constitución hace al Estatuto de autonomía para la regulación de la cooficialidad. Naturalmente, el título que el Estatuto tiene para regular el estatus de la lengua propia no le autoriza a ignorar las exigencias, principios y límites constitucionales, se trate de determinaciones lingüísticas o de otro tipo; por ejemplo, en relación con la garantía del principio de igualdad, referido a todos o a algún sector como pueden ser los funcionarios, si se entendiese que de la exigencia de conocimiento del catalán se desprenden discriminaciones para quienes quieren acceder a la función pública, o ejercer en tal condición los derechos que al respecto puedan tener en Cataluña.
La posible inconstitucionalidad de la obligatoriedad del conocimiento del catalán debe abordarse a mi juicio desde las anteriores consideraciones. Ocurre, en efecto, que las decisiones sobre el estatus básico de los ciudadanos -y entre las mismas claramente ha de figurar la de sus deberes lingüísticos- corresponde adoptarlas a la Constitución, pero la Norma Fundamental, pudiendo haber introducido la obligación de conocimiento de los idiomas cooficiales, lo hizo sólo del castellano. Así, constitucionalmente no cabe la imposición por parte de la comunidad autónoma del conocimiento de la lengua propia, pues, como ha establecido el Tribunal Constitucional en la STC 82/1996, "sólo del castellano se establece constitucionalmente un deber individualizado de conocimiento, y con él, la presunción de que todos los españoles lo conocen".
Otra cosa, en segundo lugar, pone en peligro la garantía de la cooficialidad que la Constitución contiene y que impide atribuir una posición secundaria para ninguno de los idiomas, tampoco el español, pues el modelo constitucional de bilingüismo no es en absoluto el suizo, sino el que respeta la igualdad de los idiomas cooficiales en todo el territorio. Tal protección institucional supone que el constituyente considera favorablemente la situación del bilingüismo a la que precisamente sirve la cooficialidad, de manera que cabe una política lingüística que busque equilibrar la situación descompensada que se ha encontrado la Constitución, pero no una que considere la normalización lingüística como un instrumento de superación del bilingüismo.
A mi juicio, el modelo pretendido de cooficialidad del nuevo Estatuto no respetaría la posición constitucional del castellano si éste quedase limitado a una lengua de comunicación con las autoridades estatales o de utilización exclusiva en las relaciones singularizadas de los ciudadanos con los órganos autonómicos. Sin duda, esta situación restringiría gravemente el derecho constitucional a su uso (derecho que hay que entender como facultad efectiva, no como mera posibilidad o expectativa, o como derecho debilitado en la práctica) e impediría el cumplimiento constitucional del deber de conocimiento de dicho idioma.
Además, por último, el modelo estatutario podría poner en grave riesgo la igualdad de los ciudadanos catalanes en el acceso y disfrute de las prestaciones, si se restringe el empleo del castellano a las relaciones singularizadas con la Administración y no se obliga a la Generalitat a ofrecer en los dos idiomas sus servicios. De modo que la utilización del bilingüismo en los servicios públicos no sólo es exigencia deducida de la obligación de protección a las lenguas, que conlleva su cooficialidad, sino consecuencia de la existencia de quienes no conocen, o pueden no conocer, la lengua de la comunidad, que se encontrarían en situación de desventaja e incluso de discriminación si algunas asistencias, en razón de las condiciones idiomáticas en que se prestan, no les fuesen accesibles, o su acceso se produjera en términos deficientes. Ello exige, creo yo, el bilingüismo en las relaciones no singularizadas de la Administración autonómica con los ciudadanos, esto es, cuando la Generalitat procede al ofrecimiento general de sus actividades. Como ocurre que la actual propuesta estatutaria contempla exclusivamente el bilingüismo en las relaciones personalizadas con la Administración, entiendo que el modelo lingüístico no se corresponde con la cooficialidad perfecta con la que cuenta el constituyente.
Juan José Solozábal Echavarría es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.