La era del hibridismo
Se nos antojan cada vez más bizantinas las grandes disquisiciones sobre conceptos absolutos (nación, patria, religión, etcétera). Ello es que pertenecemos a la era de la fluidez y el hibridismo. Los valores son cada vez más relativos, móviles, provisionales. Los territorios científicos son interdisciplinarios. La misma ética es, ante todo, ética aplicada y casuística. Y hablar de hibridismo es hablar de identidades múltiples, pluralismo a la carta, mestizaje cultural. Sucede que todo es hoy una mezcla felizmente poco consistente de actitudes y valores dispersos. De la gran matriz cultural, de los miles de matrices culturales, se pueden extraer combinaciones múltiples. Se puede ser a un tiempo anarquista, petimetre y budista. Homosexual y cristiano. Ateo y místico. Socialista y nacionalista. Caben todas las combinaciones imaginables. También las inimaginables. Y no hay que pensar que los distintos factores se relacionen causalmente: simplemente, conviven. Se interconectan. En algunos casos, claro, sí procede hablar de causalidad, pero ésta no es lineal sino cibernética, inscrita en redes complejas. Hay quien usa la palabra conectividad: interdependencia de ámbitos alejados entre sí, relaciones improbables. Fenómenos generalizados de ecología no lineal.
Sí, todo puede incidir sobre todo. O no incidir. Democracia y capitalismo, sin ir más lejos. En algunos países asiáticos existe hoy un pujante capitalismo, pero con poca libertad de expresión, poca independencia del poder judicial, poco espacio para los derechos humanos. Hablar de "confucianismo del desarrollo" resulta equívoco, pero no del todo desatinado. Ello es que los caminos que conducen a cualquier parte son múltiples. Así, los famosos análisis de Max Weber relacionando el nacimiento del capitalismo, no con el afán de enriquecimiento sino con la ética puritana del trabajo, también podrían trasladarse a las virtudes confucianas de justicia, honradez y respeto a los ancianos, las cuales tendrían como resultado una cierta austeridad que haría posible la acumulación capitalista. En rigor, cualquier teoría culturalista del crecimiento económico debe ser tomada con las mayores reservas. Las explicaciones -los "relatos"- son múltiples.
El caso es que la gente se siente hoy a la vez atraída y repelida por ese sincretismo escéptico que hace que todo se pueda cruzar, combinar, conectar. La nuestra, digo, es una época de hibridismo lúcido y fluido. Abundan, por ejemplo, los cristianos que sienten la necesidad de asomarse al exterior de su caverna, salir fuera de las cuatro paredes dogmáticas en que fueron educados; cristianos avisados de sus mil genealogías subterráneas, precisamente híbridas; cristianos que saben -o deberían saber- que el cristianismo tomó de Pitágoras la doctrina del cuerpo como prisión, que recogió de los egipcios el concepto de inmortalidad, que se inspiró en el budismo para el movimiento monástico; cristianos que conocen el legado judío, el helénico y, sobre todo, el romano: ya se sabe que la Iglesia quiso ser la continuación del Imperio Romano desde otras, no muy distantes, coordenadas (lo fundamentó San Agustín en La ciudad de Dios, y lo denunció el sagaz Hobbes a propósito del papado). Es frente a ese relativismo que se alzan las voces de la Iglesia oficial. Inútilmente. Porque los "grandes relatos" tradicionales se han disgregado. Porque el pluralismo es el trasfondo esencial de nuestro tiempo. Y pluralismo significa espacio laico.
Por otra parte, claro está, también presiona la otra cara de la moneda, la indigencia mental, el pluralismo degradado en dispersión perezosa, la tendencia a pensar a través de bloques erráticos y frases hechas, en el espacio yermo de las palabras demasiado usadas. A señalar que hubo un tiempo en que las palabras estaban vivas. Las palabras eran sacramento, energía sagrada. Jacob no vaciló en recurrir al engaño con tal de conseguir las palabras de Isaac. Su bendición. Las palabras, irreversibles, dejaban una huella imborrable. Isaac ya no pudo volverse atrás, Jacob huyó a esconderse. El verbo era carne. Las palabras, sí, eran sagradas, y quienes conocían el secreto de las mismas tenían el poder. Fue el caso de los brahmanes en la India, capaces de conjurar a los dioses y al destino. Los mismos himnos védicos, compuestos de palabras, se suponía que eran previos al universo, pues contenían las poderosas sílabas eternas de las que todo procede. Por ejemplo, OM.
Hoy todo es distinto. Hoy políticos y predicadores se desgañitan casi en vano. La otra faz del pluralismo híbrido, ya digo, es que las palabras no valen gran cosa (ocurría ya en tiempos de Shakespeare: words, words, words). La secularización tiene su coste. Se olvidaron los poemas primordiales. Publicamos miles de inútiles libros. Todo es inflación. Devaluación. Y, en consecuencia, nadie se fía de nadie. Es cierto, sí, que todavía la democracia, la empresa y el mercado necesitan la confianza de los ciudadanos para poder funcionar; pero se trata de una confianza devaluada y, ya digo, meramente funcional, y de ahí la exigencia de garantías, los contratos escritos, los registros de la propiedad, el aparato de justicia, la defensa del valor de la moneda, las instituciones, el Estado. Ello es que si nuestra época es esencialmente híbrida, también es escéptica, latentemente nihilista, vagamente incoherente, no lineal. Acontecimientos minúsculos provocan efectos impredecibles. Cuenta la trama biográfica de cada cual. Por ejemplo, el filósofo Zubiri, que jamás tuvo preocupaciones sociales, fue el maestro del teólogo de la liberación Ellacuría. Cualquier doctrina filosófica puede desembocar en cualquier práctica, o inhibición, política.
Conviene insistir, en todo caso, en que las redes no son lineales, la causalidad es cibernética y los acontecimientos se inscriben en una lógica da la complejidad. La gente ya no se sorprende, pongo por caso, de leer en la prensa que "las buenas noticias sobre el empleo hacen caer la Bolsa de Nueva York". Ya imaginan que alguna relación sistémica debe de haber entre subida del empleo (buena noticia), peligro de inflación (mala perspectiva) y subida de los tipos de interés (peor escenario para la Bolsa). Y así la Bolsa se apresura a "descontar" los posibles efectos sistémicos de un dato inicialmente bueno. Y la misma gente acaba comprendiendo que ya no hay buenas ni malas noticias absolutas. Lo que hay son diferentes articulaciones de los elementosque componen los sistemas finitos. Y precisamente un sistema es tanto más fértil y complejo cuantos más antagonismos albergue.
Finalmente, resulta obvio que todos los fundamentalismos que hoy emergen son intentos simplistas de atajar ese trasfondo de hibridismo fluido que genera inseguridad. Lo que ocurre es que para sobrevivir a la provisionalidad, a la complejidad y a la incertidumbre se requieren unas reservas de "libertad interior" que no todo el mundo posee. A menudo he señalado que conviene distinguir entre vida pública, vida privada y vida íntima. Algunos tienen vida pública, todo el mundo tiene vida privada, muy pocos tienen vida íntima. Si el movimiento hacia la secularización híbrida y global es imparable, la compensación sólo puede proceder de la "vida íntima". Entonces uno tiene "fe" -confianza en la realidad- sin necesidad de tener creencias dogmáticas. Uno configura su visión del mundo a la carta. Uno puede abandonarse al gozo de tomar de aquí y de allá, con cierta agilidad y despreocupación, a la medida de sí mismo. Que al fin y al cabo, ésta ha sido una de las conquistas fundamentales de la modernidad: el derecho de cada cual a ser cada cual. Un derecho que pocas veces ejercemos.
Salvador Pániker es filósofo, ingeniero y escritor.
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