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Intimidar y educar

El tema de la incivilidad en los espacios públicos de Barcelona sigue siendo un tema de discusión que, como sucede a menudo, ha acabado convirtiéndose en vulgares pugnas partidistas. Hace un par de años el alcalde propuso una campaña por el civismo y la buena educación y lo hizo en términos pedagógicos, creyendo que lograría convencer a los mal educados, sin necesidad de represiones. El resultado fue negativo. El panorama degradado fue empeorando y quedó claro que ése no podría ser un método eficaz y definitivo.

El pasado verano la situación llegó a extremos insoportables. La convivencia era imposible y la alarma ciudadana se generalizó, sobre todo en Ciutat Vella, donde culminaba el tremendo espectáculo de grafitos, borracheras, delitos, vómitos y defecaciones en medio de improvisados campamentos de unas tribus urbanas venidas de no sé qué confines geográficos. Un durísimo artículo en EL PAÍS a partir de un comentario de La Vanguardia desató una intensa campaña mediática que duró todo el verano, hasta que el Ayuntamiento se dio por aludido y tomó algunas decisiones de urgencia. Todo el mundo estaba y está de acuerdo en que esas exageradas muestras de incivilidad tienen su origen en problemas tan profundos y tan generales como la educación, la pobreza con la correspondiente falta de vivienda y de auxilios, los descalabros de la inmigración incontrolada, el turismo de masas abusivo, los guetos y las marginaciones apoyados por estructuras y servicios urbanos deficientes, la falta de vigilancia y protección, etcétera. Sólo una parte de estos problemas pertenecen al ámbito de competencias del Ayuntamiento porque muchos son consecuencia de una situación socioeconómica de mayor alcance, incluso más allá del ámbito estatal. Algunos son, además, inevitables en el liberalismo esperpéntico en el que se ha sumido nuestra sociedad y en la que los países menos ricos -como el nuestro- se están ahogando y en la que los más ricos han encontrado disimulos y apariencias ocasionales.

Hay que proteger la convivencia de los ciudadanos y el uso correcto del espacio urbano con ordenanzas sancionadoras

El Ayuntamiento lleva su política social y urbanística con criterios políticos más o menos acertados, y habría que forzar, dentro de sus equívocas competencias, que en estos criterios tuvieran prioridad los asuntos que están en la base de esa incivilidad. Pero, sin entrar en estas consideraciones, después de la campaña mediática del verano, el Ayuntamiento tomó con urgencia dos decisiones: corregir, ante todo, las incivilidades que cometía la propia Administración y proponer luego una normativa especial para el control del espacio público. La primera decisión tuvo un efecto inmediato. Se comprobó que con la simple mejora de los servicios municipales la convivencia y la imagen civilizada mejoraban: aumento temporal y territorial de la limpieza, mejora de la recogida de basuras, mayor y más potente vigilancia y asistencia, aplicación más estricta de los habituales criterios de ocupación de la vía pública, limpieza de grafitos y aprobación de unos proyectos de nuevos edículos para retretes públicos. Fue interesante comprobar cómo en un par de semanas el panorama de Ciutat Vella cambió radicalmente y cómo los ciudadanos se convencieron de que el primer problema era la falta de un civismo más eficaz por parte de la propia Administración. Ya veremos si esta actitud se afianza.

La segunda decisión ha sido la de presentar a la aprobación del pleno municipal una normativa acompañada de las correspondientes medidas represivas. Y contra ella se han levantado las voces no sólo de los afectados -como era de esperar-, sino de los grupos más literariamente progresistas: "Hay que educar y prevenir, no intimidar". Al final las opiniones se han convertido en lucha de partidos políticos, incluso poniendo en peligro coaliciones que son indispensables para proyectos importantes. No hay duda de que con la represión no se resuelven los problemas fundamentales, cuya mayoría cabe atribuir a las pésimas condiciones sociales en que nos ha situado el imperio de las economías individuales disfrazadas de democracia globalizada. Pero tampoco tendría que haber dudas en que, mientras esas condiciones no cambien -o no mejoren, aunque sea escasa y sectorialmente, en nuestro ámbito urbano- hay que proteger el derecho de convivencia de los ciudadanos y el uso correcto del espacio urbano. Tampoco habría que olvidar que la buena educación se basa, entre otros, en un método de discretas represiones: utilizar los cubiertos, evitar un eructo, no defecar en cualquier lugar, ordenar la basura, no molestar ni insultar, son magníficas represiones que nos distinguen de las bárbaras libertades de los animales. Casi podríamos proclamar "intimidar para educar", si los objetivos son correctos y si el civismo se atiende también en la manera amable y convincente de aplicar la punición.

Hay que atreverse a afirmar que la libertad individual no es la base prioritaria de la convivencia, sino el respeto y la exigencia de la igualdad de derechos y obligaciones, una exigencia indispensable para la auténtica libertad colectiva. Es decir, para una democracia no impositiva, pero autoritaria.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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