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"¡Tengo tanto pánico a la comida...!"

Una enferma de anorexia se niega a volver a ser ingresada en un hospital psiquiátrico para adultos crónicos con otras dolencias

Oriol Güell

Un plátano escondido bajo la cama fue la señal que alertó a la madre de Sandra Manzano Rodríguez de que algo iba mal entre su hija y la comida. Era una niña de 13 años; hoy es una mujer de 24 que lucha desde entonces contra la anorexia nerviosa y un trastorno límite de la personalidad.

Ha pasado por más de una decena de ingresos hospitalarios y varias tentativas de suicidio. Mide 1,58 y, vestida, pesa 41 kilos, pero ha llegado a bajar de los 37. Ha desayunado un kiwi. Su madre cree que "desde agosto debería haber ingresado para ganar peso". "Con suerte, hoy comerá y cenará un yogur".

Sandra asiente con serenidad y aunque titubea, tiene claro su mensaje: "Tengo anorexia y necesito que me ingresen. Pero no en el Rafael Lafora", un hospital psiquiátrico público para adultos que atiende a enfermos psiquiátricos crónicos y que es la única alternativa que la sanidad pública -que no tiene unidades específicas para adultos- le ofrece. "Necesito un tratamiento adecuado", repite.

Los dos últimos ingresos de Sandra han sido en el Rafael Lafora y el recuerdo que tiene de ellos "es horrible". "No reúne las condiciones para gente como yo. Una paciente me agredió en la cafetería y otro se masturbaba delante de mí. No podía bajar al jardín porque no hay quien lo vigile. Las noches dan miedo: oyes gritos, peleas... Los propios médicos me dijeron que yo no tengo que estar allí, que aquel es un hospital para otro tipo de pacientes", afirma.

Sandra lleva meses negándose a ingresar en el Rafael Lafora. La alternativa que le ofrece la sanidad pública es el ingreso domiciliario, recibiendo por una sonda los nutrientes que no ingiere porque apenas tolera comer alimentos sólidos. Pero sus padres trabajan y no pueden vigilarla todo el día.

"Me tengo que poner las inyecciones de alimento en la sonda. Pero a veces... estoy enferma y me engaño. Puedo ser buena y hacer caso, pero no siempre... ¡Tengo tanto pánico a la comida...! Tendría que meterme 1.500 calorías al día por la sonda, pero muchos días no llego ni a 1.000", admite. "Sé que necesito un control externo, pero somos una familia obrera", sigue.

El Rafael Lafora es la última etapa del largo historial de ingresos de Sandra, un ejemplo del vagar de muchas familias por centros sanitarios, públicos y privados, en busca de la atención adecuada. Antes, entre los 13 y los 18 años, acudió a varios centros de día junto a enfermos con otras patologías: esquizofrenia, trastorno bipolar,...

A partir de los 18, de forma intermitente, ingresó en el hospital Ramón y Cajal. "Pero hace cuatro años que me dijeron que allí no podría volver, que necesitaba otro tipo de centro. Fue cuando me mandaron al Rafael Lafora".

Los problemas de Sandra con la comida empezaron a los 13 años. "Empecé a ver que la comida para mí no era como para los demás. Era un sufrimiento. La tenía que esconder o dársela a los de al lado. Luego vino todo lo demás...", susurra. "No sé por qué empezó todo. Pudieron ser varias cosas. Me sentía distinta a los demás. No tenía muchas amigas, me rechazaban. Sentía como si yo no me adaptara a las demás, ni ellas a mí. Me decían que era como un chico. Nunca me invitaban a sus cumpleaños. También es verdad que mi padre tiene un gimnasio y siempre he visto de cerca el culto al cuerpo. No sé si esto también habrá ayudado", continúa.

Los trastornos que sufre Sandra la impidieron terminar el segundo de bachillerato, curso al que llegó con mucho esfuerzo, dividiendo su tiempo entre estudios y terapias. Luego intentó trabajar como administrativa, pero aguantó un mes. Ahora lleva mucho tiempo de baja, mientras la tramitan la invalidez y se acercan unas nuevas navidades. "Esta semana iré al hospital a ver si he ganado peso. Si no, tendré que pasar las navidades con la sonda en casa. ¡Imagínate! En navidades".

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Sobre la firma

Oriol Güell
Redactor de temas sanitarios, área a la que ha dedicado la mitad de los más de 20 años que lleva en EL PAÍS. También ha formado parte del equipo de investigación del diario y escribió con Luís Montes el libro ‘El caso Leganés’. Es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Autónoma de Barcelona y Máster de Periodismo de EL PAÍS.

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