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Columna
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Oro gris

La quimera del oro es una película de Charlie Chaplin que, más allá de su evidente comicidad, constituye una metáfora sobre los riesgos del enriquecimiento repentino y la locura que su deseo llega a producir. Por supuesto, los buscadores de oro de Alaska no constituyen un caso aislado. Midas, aquel rey de la mitología clásica, ya enloqueció a causa de su deseo de riqueza y comprobó las consecuencias de convertir en oro todo lo que tocaba. Los conquistadores españoles emprendieron la aventura americana en busca de Eldorado dejando por el camino una estela de víctimas y de destrucción, cuando no su propia vida. Pero en todos estos casos, lo peor es lo que viene después. Se ha comparado muchas veces la supuesta inanidad de la conquista española con la pretendida eficacia de la conquista anglosajona atribuyéndolo a la superioridad de esta última cultura. Una explicación más inteligente es la que compara el proyecto de unos con el de otros: los peregrinos del Myflower no buscaban tesoros, buscaban tierras en las que establecerse como campesinos. Los conquistadores de las carabelas, en cambio, sólo querían el oro. Por eso, cuando un territorio hispanoamericano resulta ser ajeno a dicha seducción aurífera, como sucedió en Costa Rica, lo que tenemos es una democracia ejemplar, un país sin ejército y el predominio de la clase media. Los que encuentran oro enloquecen y sus hijos quedan incapacitados para afrontar el futuro por sí mismos. Esta es la lección que puede extraerse de la empresa española de las Indias, pese a sus evidentes logros y, en ocasiones, ejemplares resultados. Faltos de alicientes para esforzarse, los descendientes de los conquistadores que habían triunfado -los menos- se limitaron a decaer apaciblemente, mientras que los que fracasaron -los más- tampoco supieron sacar fuerzas de flaqueza para hacer progresar sus sociedades. Como la búsqueda del oro americano ha resultado históricamente excepcional, en cantidad y en duración, siempre se han atribuido sus consecuencias negativas a la forma de ser de los españoles. ¿Qué habrían hecho otros pueblos si hubiesen tenido la posibilidad de extraer grandes cantidades de oro en poco tiempo? Nunca lo sabremos. Pero no todo el oro es dorado. Hay oros y oros. Por ejemplo, existe el oro negro. ¿Qué les ha ocurrido a los países en los que se descubrieron importantes yacimientos de petróleo? Más o menos lo mismo que a los conquistadores españoles. En Oriente Medio la inmensa riqueza acumulada no ha servido para nada. En Arabia ha producido un estado teocrático, una inmensa corrupción y una sociedad de castas en la que un número reducido de naturales del país vive sin dar golpe a costa del trabajo de los inmigrantes filipinos. En Irak alimentó la megalomanía de un dictador, llevó a la guerra con otro estado vecino igualmente tocado por la maldición aurífera y, a la postre, condujo al desastre actual, un desastre que es dudoso que su sociedad sea capaz de resolver. En Venezuela cimentó varias décadas de corrupción "democrática" y hoy existe un régimen más o menos folclórico y paternalista en el que -por fin- los beneficios llegan al pueblo, pero a modo de regalo, no con capacidad transformadora. Incluso en Noruega, con todo el orgullo nórdico y europeo que podría reclamar, está pasando algo parecido, de forma que su aislamiento egoísta respecto de la UE es una consecuencia del exceso de riqueza mal asimilada. Se preguntarán que a qué viene todo esto. Pensaba que ya lo habían adivinado. Junto al oro amarillo y al oro negro ha surgido una nueva forma de locura: el oro gris. Oro de cemento, de recalificaciones de terrenos, de apartamentos y campos de golf construidos apresuradamente, como si se estuviese acabando el mundo. La culpa la tiene la irresponsabilidad de nuestros políticos, desde luego, pero también el enloquecimiento de los ciudadanos de las zonas costeras (o no: en las montañas donde se pueden instalar estaciones de esquí está pasando lo mismo). De este partido o del otro, de la Comunidad Valenciana, de Andalucía, de Murcia, de Madrid o de Galicia, en todas partes cuecen las mismas habas. No me pregunten por qué tiene que ser así, por qué no puede vivir España de la industria o del comercio, por qué nos hemos vuelto un país de constructores y de camareros. No soy economista: esto es lo que hay. Tal vez no exista otra solución, pero la manera en que se ha llegado a ella es peligrosísima. Echen un vistazo a su alrededor y comprueben lo que está pasando en los municipios costeros, los más afectados por esa forma de robo legal que ahora se llama PAI. Alertan los ecologistas -y tienen razón- sobre la destrucción irreparable del medio ambiente. Aun así, peor me parece la destrucción de las personas. Hay países en los que los desafueros de una oligarquía también han destruido la naturaleza -por ejemplo, Brasil- y, sin embargo, la sociedad está viva, dinámica, encarada hacia el futuro. España no, España se está muriendo. Los que venden sus tierras dando un pelotazo se pasean en coches de lujo, que no necesitan para nada, e invierten millones en comprar viviendas a todos sus familiares. Los restaurantes proliferan, los bares no digamos, la droga ni les cuento. Esta pobre gente, aunque no sea gente pobre, lo tiene crudo: sus hijos están creciendo en una opulencia falsa porque ni les dan medios de vida alternativos ni les dejarán en herencia otra cosa que cemento. Hoy por hoy se supone que el cemento es una inversión segura, como los lingotes de oro: ya veremos. Visto lo que ha ocurrido en los países que encontraron oro negro hay para echarse a temblar. Es como si el pelotazo los hubiera dejado en pelotas, hoy morales, mañana materiales también.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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