El extraño caso del imán de Guantánamo
Cada vez que hay que trasladar de las celdas a las salas de interrogatorios a los presos musulmanes que se encuentran en detención preventiva indefinida en la base naval de Guantánamo (Cuba) les colocan lo que los guardias de la policía militar denominan sardónicamente un traje de tres piezas, que consiste en dos esposas para los tobillos y otra para las muñecas, unidas por cadenas a un cinturón.
El capitán James Yee, que se graduó en 1990 en la Academia Militar de West Point, presenció incontables hechos de ese tipo durante los 10 meses que mantuvo una presencia diaria como imán musulmán entre las rejas de Camp Delta, el campo de internamiento en el que encerraban a presuntos terroristas de Al Qaeda y talibanes para mantenerlos fuera del alcance de cualquier tribunal estadounidense. Por consiguiente, podía haber estado preparado para cuando le colocaron su propio traje de tres piezas en la prisión naval de Jacksonville (Florida) poco después de su detención en septiembre de 2003, acusado -según le dijeron posteriormente- de sublevación, ayuda al enemigo y espionaje, unos cargos por cualquiera de los cuales los fiscales podían haber exigido la pena de muerte.
Durante el segundo año de encierro, muchos presos empezaron a mostrar síntomas de depresión. Algunos enmudecieron, otros comenzaron a cantar a solas con voz de niño
Lo único que hizo el capitán Yee para atraer las sospechas fue interceder por los presos cada vez que veía cómo los guardias les provocaban, entre otras cosas profanando el Corán
Yee no tuvo muchas ocasiones de refutar las acusaciones que se le hacían o la calificación de traidor que habían filtrado fuentes anónimas del Gobiern
El peor incidente del que Lee fue testigo ocurrió cuando un interrogador arrojó el Corán al suelo, lo pisó y lo envió al otro lado de la habitación de una patada
Nunca volvió a saberse algo de la investigación. Quizá llegaron a la conclusión de que no había nada que sostuviera unas acusaciones tan graves
La idea de que Al Qaeda se había infiltrado era ridícula, pero la cárcel vivía en estado de guerra con patrullas que actuaban como si existiera la posibilidad de un ataque
Al Qaeda, según sugirieron unos investigadores anónimos a la prensa, se había infiltrado en Guantánamo a través de este militar de West Point, un estadounidense nieto de chinos, nacido en Nueva Jersey, que había hecho profesión de fe musulmana en una mezquita de Newark, tres meses antes de terminar el curso de formación de oficiales.
El cambio espiritual de James Yee durante los 10 años siguientes, que culminó con su presencia en Cuba como cuarto imán musulmán asignado en menos de un año a los presos de Camp Delta, comenzó de manera casi fortuita. Aunque se había educado en la confesión luterana y le habían enseñado a creer en la Trinidad, la religión nunca había sido un factor decisivo en su vida, y no veía la necesidad de que tuviera que empezar a serlo al convertirse. Por aquel entonces, el islam era un credo cómodo de seguir, más que un modo de vida.
Excursiones a La Meca
Sin embargo, para su sorpresa, fue interesándole cada vez más, sobre todo cuando le destinaron a Arabia Saudí tras la primera guerra del Golfo, como oficial de artillería de defensa antiaérea, dentro de un equipo asignado a misiles Patriot. En un ejemplo de tolerancia religiosa que, evidentemente, no tuvo reciprocidad, el mando estadounidense permitía a sus soldados que acudieran a un "centro cultural" saudí en la base aérea Rey Abdul Aziz, un lugar en el que se hacía un proselitismo discreto dirigido a los no creyentes y donde los musulmanes podían apuntarse a excursiones en autobús a La Meca. Yee, que asegura que siempre se sintió muy a gusto como miembro de una minoría étnica en un barrio residencial y relativamente homogéneo de Nueva Jersey, halló una especie de liberación en la diversidad del islam. Aquello era el verdadero multiculturalismo, todos aquellos asiáticos, africanos, iraníes y turcos mezclados con los árabes, todos rezando en pie de igualdad. Aquel contacto sí fue trascendental. La experiencia que vivió en La Meca en aquel primer viaje era como su padre le había dicho siempre que tenía que ser Estados Unidos. "La diversidad del islam", escribe, "era increíble... Nunca había visto nada tan variado como aquello".
Se conmovió de tal forma que dos años después se dio de baja en el ejército con el fin de dedicarse a estudiar para ser imán y sumergirse en la lengua árabe; en un plazo de tres años, este chino-americano de Nueva Jersey, este oficial de West Point, estaba matriculado en la Universidad Abu Noor de Damasco, en la que permaneció cuatro años, tras los que volvió a casa con una esposa palestina que iba tapada y hablaba muy poco inglés. La historia del capitán Yee resulta extraordinaria ya antes de que el ejército volviera a reclutarle como imán musulmán y le enviara a Guantánamo. Hasta ese momento, que es cuando se vuelve verdaderamente siniestra, es un relato lleno de interés sobre la búsqueda de un estadounidense en el mercado de las religiones, creencias y cultos que es este país para muchos de sus habitantes.
El ingenuo James Yee fue a parar en noviembre de 2002 en medio de una tormenta de confusión cultural y empuje implacable; ingenuo, sobre todo, por el éxito que había tenido en su primer destino como imán en Fort Lewis, con la cálida aprobación de sus superiores y una firme convicción -nacida en La Meca- de que no podía existir ningún conflicto entre el servicio a Alá y el servicio a EE UU. En la ecléctica teología de Yee, los valores estadounidenses, como la libertad religiosa, "son inherentes al islam, y uno de los principales factores que me empujaron a adoptar esta religión". Después de los atentados del 11 de septiembre, el imán, recién llegado, puso en marcha en Fort Lewis una serie de sesiones de sensibilización sobre el islam para oficiales y soldados, en las que aseguraba con toda seriedad que los atentados terroristas contra inocentes eran hostiles a las enseñanzas del Corán. "Fue una labor que me llenó de satisfacción", declara en For God and Country, libro escrito con (o quizá por) una periodista, Aimee Molloy. "Para eso era para lo que me había hecho imán". Pronto le enviaron a otros centros militares para dar el mismo curso. "Me convertí en la imagen del buen musulmán dentro del ejército", dice.
Estancia en Damasco
Estaba tan bien valorado en aquella época, que no parece que nadie cuestionara su larga estancia en Damasco, una parte de su currículo que podía haber disparado las alarmas si se hubieran hecho las comprobaciones de seguridad habituales en el caso de los capellanes destinados en Guantánamo, pero que, al parecer, no se hicieron, al menos en el caso de un imán musulmán con un diploma de West Point. Si alguien advirtió su relación con Siria, fue más tarde, cuando ya se había extendido una nube de sospecha sobre las cabezas de todos los soldados musulmanes con acceso a esa remota y guardada prisión. Es posible que, llegados a ese punto, el dato sorprendente (pero fácilmente explicable) de que había intentado llamar por teléfono desde Guantánamo a Damasco -donde habían ido su mujer y su hija para estar con la familia de ella mientras él estuviera en Cuba- se sumara al expediente acumulado por el general Geoffrey Miller, enviado por Donald Rumsfeld a Camp Delta -y más tarde, a la prisión de Abu Graib en Irak- con el encargo específico de mejorar la cosecha de lo que se denomina "información procesable", en el que James Yee aparecía, por grotesco e inverosímil que fuera, como cabecilla de Al Qaeda.
Antes de que se viniera abajo el caso del imán Yee, los senadores Charles Schumer, de Nueva York, y Jon Kyl, de Arizona, el columnista John Leo y diversos autores de blogs conservadores y cristianos se aferraron a su detención como prueba de que los islamistas radicales controlaban el reclutamiento de capellanes musulmanes en nuestras fuerzas armadas. De lo que no hablaban era de cómo le habían reclutado para volver al ejército; según cuenta el propio Yee, el primero que le abordó fue un musulmán afroamericano, ex marine, en un banquete de Ramadán celebrado en un auténtico semillero de fermento islámico, una madrasa muy conocida: el Pentágono.
Yee no tuvo muchas oportunidades de refutar públicamente las acusaciones que se le hacían, la calificación de traidor que habían filtrado fuentes anónimas del Gobierno ni las alegaciones añadidas que inspiraron esas acusaciones y filtraciones. Al principio estuvo en prisión incomunicada; luego, cuando le soltaron, le ordenaron que no dijera nada. "Las declaraciones que minan la eficacia de la lealtad, la disciplina o la moral de las unidades no están protegidas por la Constitución", le advirtieron. La orden permaneció en vigor hasta su apartamiento del ejército -con una baja honrosa bien merecida- a principios de este año. Es decir, su libro nos cuenta una historia que los periodistas que siguieron el caso nunca pudieron oír de boca del acusado.
Por lo visto, lo único que hizo el capitán Yee para despertar las sospechas fue interceder repetidamente por los presos en Camp Delta, en calidad de imán, cada vez que veía que los guardias estaban siendo innecesariamente -y, en su opinión, deliberadamente- provocadores, por ejemplo con su forma de manejar el Corán durante los registros en las celdas, o cada vez que sacaban a los presos esposados para interrogarles, justo cuando iba a ser la hora de la oración. También empezó a reunirse de forma habitual con los cuarenta y tantos soldados musulmanes que servían en la base, a los que también servía como imán. Como los comedores no tenían comida halal, a algunos les resultaba más cómodo reunirse en las habitaciones del capitán para comer. Entre esos musulmanes, nacidos en Estados Unidos o nacionalizados, había algunos que hablaban de malos tratos a los presos durante los interrogatorios, en los que ellos estaban presentes como intérpretes, pero a los que el imán no podía asistir; éste empezó a escribir un "diario personal de las atrocidades que me contaban que ocurrían en las salas de interrogatorios y los bloques de celdas". Los intérpretes consideraban, no sin razón, que algunos de esos malos tratos se debían al mero hecho de ser musulmanes; por ejemplo, envolver a los presos en una bandera israelí o reproducir un CD de versículos del Corán antes de una sesión de preguntas, para ahogarlo a continuación en música rock estridente. Otra cosa que hacían era dejar a los presos encadenados en posición fetal durante horas.
Síntomas de depresión
Durante el segundo año de encierro, muchos presos empezaron a mostrar síntomas de depresión. Algunos enmudecieron; otros parecían retroceder a un comportamiento infantil y a cantar a solas con voz de niño. Aproximadamente la tercera parte, dice Yee, tomaba antidepresivos; en la sala de psiquiatría había constantemente alrededor de una veintena.
En las condiciones claustrofóbicas de Guantánamo, alguien podía juzgar las reuniones vespertinas y los servicios del capitán Yee como una cosa ajena, sospechosa e irregular, o incluso rebelde. Ahora se sabe que registraron sus habitaciones. No sabemos si plantaron escuchas, una posibilidad de la que Yee no habla en su libro. Pero parece lógico que lo hicieran y, en tal caso, los investigadores -unos reservistas sin experiencia que creyeron estar desvelando una conspiración- seguramente oyeron palabras resentidas que pudieron considerar propias de una confabulación. Por lo visto, las sospechas aumentaron gracias a la aportación de otros intérpretes no musulmanes (que, en su mayoría, habían aprendido árabe en el ejército, con un nivel que ni de lejos se acercaba a los que lo tenían como lengua materna). La idea de que Al Qaeda se había infiltrado en Camp Delta era ridícula desde el principio, pero la cárcel vivía en estado de guerra desde que se creó, con patrullas que vigilaban como si existiera la posibilidad real de un ataque por mar a manos de una inexistente marina de Al Qaeda, de modo que la infiltración no era la amenaza más inverosímil de las que había imaginado el mando durante los ejercicios destinados a mantener a los guardias en alerta constante.
Al final, Yee se convirtió en alguien tan sospechoso que los policías militares advertían a gritos a los guardias de que estaba a punto de entrar un intruso que era capitán del ejército, o le estorbaban el paso todo el tiempo que querían, pese a que sus órdenes le daban acceso total a la cárcel y tenía un rango superior al de los hombres que le impedían pasar. Pero todo eso pasó muchos meses después. Y gracias a ello, Yee puede presentarnos ahora el relato más coherente y detallado que hemos visto sobre las condiciones en las celdas de Guantánamo, además de proporcionarnos un contexto para las distintas informaciones sobre malos tratos a presos que habíamos conocido previamente, de manera parcial, como resultado de las mociones presentadas por abogados de derechos civiles. Por ejemplo, deja claro que los numerosos intentos de suicidio que se produjeron en el verano de 2003 fueron una protesta organizada, no una crisis nerviosa colectiva.
Huelga de presos
Parece que Newsweek se equivocó el año pasado al informar de que en Camp Delta habían arrojado un Corán al retrete (no es nada fácil, si se piensa), pero las ocasiones en las que se maltrataba el libro santo que con tanto orgullo había colocado el mando en cada celda -como las Biblias en las habitaciones de los hoteles- se habían convertido en un problema crónico, que prendía la chispa para que estallaran casi todos los enfrentamientos. Lo que Yee denomina "el peor incidente que conocí" ocurrió a finales de julio de 2003, cuando un interrogador, nos cuenta, arrojó el Corán de un preso al suelo, "lo pisó y lo envió al otro lado de la habitación de una patada". Cuando se supo en las demás celdas, cosa que era de esperar, los presos decidieron ponerse en huelga y no decir ni una palabra durante los interrogatorios.
Aun así no lograron que el general Miller se disculpara, de modo que intensificaron la protesta y organizaron una serie de intentos de suicidio. Comenzaron con un preso que usó su sábana para colgarse de la alambrada de su jaula mientras los presos cercanos montaban un enorme estruendo. Los guardias llegaron corriendo a la celda, cortaron la sábana, llamaron al personal sanitario y le trasladaron, esposado, a la enfermería. Inmediatamente hallaron a otro preso también colgado con su sábana, y se repitió el mismo ciclo de gritos, golpes y carreras. Durante varios días, 23 presos intentaron ahorcarse en protesta por el incidente y la impotencia general de su situación.
La resistencia en respuesta a los coranes profanados alcanzó tal nivel que el imán recomendó a sus superiores que se quitaran los libros de las celdas y se guardaran en la biblioteca de la cárcel para protegerlos. La idea se la habían sugerido unos presos con los que había hablado, pero el coronel que hacía las veces de alcaide no quiso saber nada. "Cada celda tiene su Corán", dijo. "Ni hablar". En definitiva, lo que le estaban diciendo al imán era que nosotros respetábamos el islam a nuestra manera y ofendíamos a sus fieles como queríamos.
En un esfuerzo por acabar con esta desagradable farsa, el capitán Yee redactó un documento sobre cómo evitar incidentes relacionados con el Corán, que, después de su aprobación por parte del mando, y por orden del general Miller, se leyó en árabe a los presos a través de los altavoces de la prisión. A los guardias se les dijo que no tocaran nunca el libro y que llamaran al imán o a un intérprete musulmán si les parecía que hacía falta mover o examinar alguno. Si no había ningún soldado musulmán disponible, el guardia debía ponerse unos guantes limpios. En las celdas se colocaron mascarillas quirúrgicas para depositar el Corán a buena distancia del suelo y de los retretes.
Las mascarillas no resolvieron nada. En sus inspecciones diarias, dice el capitán Yee, los policías militares conseguían a menudo tirar de ellas hasta que los libros se caían. Según cuenta, los miembros de la Compañía 344 de PM, procedente de Connecticut, destacaban por su habilidad para tirarlos. Sabían que no podían tocarlos, le aseguraban al imán cuando éste les reprendía, pero nadie había dicho nada de las mascarillas. Al final, cuenta con repugnancia, se autorizó el uso de la fuerza para resolver situaciones. Si un preso se negaba a aceptar el Corán en su celda, se llevaba a cabo lo que llamaban "extracción forzosa de la celda" a manos de seis a ocho policías militares equipados con material antidisturbios (máscaras de plástico, escudos frontales, espinilleras, viseras) que irrumpían en la celda para someter al preso problemático.
James Yee no podía ignorar así como así el hecho de que los soldados musulmanes estuvieran sometidos a hostilidad y recelo; tardó un poco más en reconocer que él mismo empezaba a ser considerado sospechoso. Había oído decir que los miembros del equipo operativo conjunto responsable de los interrogatorios daban a los soldados musulmanes el apodo colectivo de Hamas. Y el propio general Miller, en una visita a Camp Delta, se llevó al imán de paseo por el sendero de grava que recorría la valla y le contó que varios amigos suyos habían muerto en el atentado del Pentágono y que había tenido que buscar el consejo de un capellán para asumir la ira que sentía contra esos musulmanes responsables del ataque. "Agradecí su sinceridad", dice Yee, "pero tuve la sensación de que detrás de sus palabras había una amenaza sutil".
Más o menos por la misma época percibió unos hombres vestidos de civil que merodeaban alrededor de los servicios que oficiaba, y se preguntó si serían agentes del FBI. Se había enterado de que a varios soldados musulmanes los habían detenido al volver al continente. Por fin, el 10 de septiembre de 2003, la víspera del segundo aniversario de los atentados, unos agentes del Servicio Naval de Investigación Criminal detuvieron a Yee poco después de que aterrizara en Jacksonville para pasar un permiso. Después de cinco días de prisión incomunicada, le mostraron un memorándum firmado por el general Miller en el que le acusaba de espionaje. "Se sabe que el imán Yee se ha relacionado con conocidos simpatizantes terroristas", decía. También afirmaba que tenía documentos secretos escondidos en sus habitaciones de Guantánamo, junto con un billete a Londres, algo que sugería que pensaba huir. Ninguna de estas cosas resultó ser cierta.
Prisión incomunicada
No obstante, antes de que los fiscales militares empezaran a retroceder, hicieron sufrir al capitán Yee muchas de las mismas experiencias que otros musulmanes habían vivido en Camp Delta. No sólo le esposaron y le encerraron en prisión incomunicada, sino que le desnudaron para registrarle y le colocaron gafas negras y orejeras para transportarle desde la prisión naval de Jacksonville hasta la de Charleston, en Carolina del Sur. Allí era donde las autoridades alojaban a los sospechosos de terrorismo que podían tener quizá alguna posibilidad de reclamar unos derechos legales normales, donde estaban encerrados Yasser Hamdi y José Padilla, dos "combatientes enemigos" de nacionalidad estadounidense, contra cuyo derecho al proceso había recurrido el Gobierno. "¿Acaso me consideraban un combatiente enemigo?", se pregunta el capitán Yee. La respuesta evidente es que sí, aunque no se le había calificado formalmente como tal.
Pero un mes después de su detención, de repente, retiraron la acusación de espionaje y otras graves que había contra él. Aunque al capitán Yee se le había tachado de traidor y todavía estaba incomunicado, un abogado de la Marina dijo que el Gobierno carecía de los "recursos de fiscalía" necesarios para llevar adelante el caso; además, dijo el abogado, hacía falta más tiempo para investigar su "mala conducta".
Nunca volvió a saberse nada de la investigación. La única interpretación que coincide con los datos conocidos es que los abogados militares asignados al caso llegaron a la conclusión de que no había nada que sostuviese unas acusaciones tan graves. Los únicos cargos a los que todavía tenía que responder el capitán Yee eran dos delitos relativamente menores de posesión de documentos secretos (él insiste en que nunca tuvo ninguno). Aun así, estuvo en prisión incomunicada durante 76 días, sin apenas salir de su celda.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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