Cosas del mercado
Hace tiempo que la crítica al capitalismo no pasa por la interposición de un discurso doctrinario, como el que estableció el marxismo en su momento, sino por un movimiento antiglobalizador sin articulación concreta, quizás para evitarse los riesgos que el marxismo, a la larga, ha tenido que correr ante la historia. El marxismo es una admirable construcción intelectual, pero en política ha demostrado su abrumador fracaso, dejando tras de sí un saldo vergonzante de muerte y de miseria. Paradójicamente, el único lugar donde el marxismo práctico aún cuenta con un prestigio injustificable es en la Iglesia católica, dentro de esa pintoresca subsección que representan los autodenominados cristianos progresistas. Ahí se cita a Marx con no menos unción que a Jesucristo, y sin la inquina que suscita Joseph Ratzinger. Quizás convendría, ya que exigir cosas a la Iglesia se ha convertido en un deporte, que el progresismo cristiano diera un ejemplar paso adelante y renegara urgentemente de esa cardenalicia (por Ernesto) fascinación que siente por el marxismo, sus apóstoles y su promesa de una nueva Edad de Piedra.
La derrota del marxismo ha dado paso a un movimiento antiglobalizador que, más que construir un nuevo modelo, se limita a criticar el existente. Cada cumbre internacional se desarrolla en medio de soflamas antiamericanas y antiliberales. Una romántica teoría, inspirada en Robin Hood, denuncia que la existencia de ricos determina necesariamente la existencia de pobres. Eso pudo tener sentido en otras épocas, pero desde luego no en la nuestra. El capitalismo se fundamenta en un proceso expansivo que exige un aumento constante de la producción y del consumo. Es el sistema económico que ha generado mayores niveles de bienestar material en mayores contingentes de personas a lo largo de la historia. Aceptando que necesita correctivos y que el Estado debe proteger a los desfavorecidos, lo cierto es que ningún crítico del capitalismo ha presentado, en términos económicos, mejor alternativa.
La verdadera denuncia del capitalismo no puede hacerse en el terreno económico (hablando en plata: todos emigran en la misma dirección), sino en el plano intelectual o, como jamás se atrevería a decir un cura progre, en el plano espiritual. Porque el capitalismo proporciona muchos bienes materiales, pero también expropia las mejores energías de la gente, desfigura su individualidad, articula un sistema utilitarista de relaciones humanas, constriñe los horarios hasta imposibilitar la vida en pareja o la mínima cohesión que necesita una familia, y limita el tiempo para el ocio, para la amistad o para la compasión. Los militantes antiglobalización están tan desacertados en su crítica como esos chocantes curas marxistoides, porque el capitalismo no quiere pobres económicos. Todavía más: el capitalismo los detesta. ¿Qué demonios puede comprar un pobre? Para el capitalismo un pobre no es un fracaso moral, pero sí el fracaso de una oportunidad de negocio. El verdadero fin de nuestro sistema (tan confortable en lo económico, y tan inhóspito y cruel en lo demás), es convertirnos en consumidores, inducirnos a producir durante cinco días por semana y a gastar lo ganado sólo en dos, recluirnos en esos campos de concentración que son los centros comerciales.
En contra de lo que opinan los detractores del mercado y de la democracia liberal, el capitalismo necesita de la prosperidad material de sus esclavos. Sólo eso explica que la pobreza retroceda y genere en India o en China rapidísimos procesos de crecimiento. Tarde o temprano (lamentablemente, más tarde que temprano) África también se convertirá en un bazar donde las empresas se enriquecerán vendiendo coches y ordenadores, drogando a los adolescentes, contratando seguros contra incendios y negociando préstamos hipotecarios.
Mal futuro para los militantes antiglobalización: el destino va a hacer del mundo un gran supermercado. Sólo es cuestión de tiempo. Cada vez mayores porciones del planeta accederán a ese próspero y cruel tinglado. Qué triste y qué feo que así sea. Y qué confortable. Y qué fervorosamente deseado.
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