Fui a la iglesia
"Música vibracional para el cuerpo y el alma". Así anunciaba el grupo barcelonés Shirai su concierto de cuencos y didgeridoos de cristal de cuarzo, voz, violín y percusión. "Los instrumentos de cristal de cuarzo actúan a nivel inconsciente relajando y armonizando a la persona. Son una fuente de inspiración en estos días tan agitados que todos vivimos". Hace tiempo conocí a alguien que toca el didgeridoo y que, además, me recuerda a alguien que ya no está: se fue voluntariamente. Así que fuimos. El didgeridoo es un largo tubo que se hace sonar haciendo vibrar los labios en uno de sus extremos, un instrumento no melódico que emite una vibración grave que, al ser amplificada por las paredes del tubo, genera su particular sonido, un contínuum profundo que un hábil intérprete puede modular y dotar de ritmo moviendo los labios y la lengua o incorporando sonido de su garganta.
Una de las características del didgeridoo es que se puede tocar durante un tiempo ilimitado mediante una técnica denominada respiración circular, que consiste en mantener continuamente una cierta presión de aire en la boca, inhalando por las fosas nasales. Su sonido produce, efectivamente, una sensación de gran reflexión y envolvimiento, una suerte de expansión espiritual que podría prolongarse ad eternum. Aunque Shirai ha cambiado la madera original del didgeridoo por el cristal de cuarzo, que produce tonos y armónicos de gran pureza, el instrumento tiene su origen en las tribus aborígenes australianas y fue creado, dicen que hace 40.000 años, por las termitas que ahuecan troncos de eucalipto. Los nativos australianos han considerado a lo largo de los siglos que su música conecta con la Madre Tierra. Y, realmente, el didgeridoo suena a tierra, a esencial profundidad. Unido al sonido de los cuencos de cristal de cuarzo, basados en el uso de cuencos de metal en el Tíbet, la India, China y Japón para la meditación, el concierto del otro día proporcionó, como prometía, una saludable experiencia para el cuerpo y el alma.
Pero lo más curioso es que fui a la iglesia. Que los aborígenes australianos, de la mano, quizá, de su diosa Yurlungur, que es puente entre la tierra y el cielo, enlace entre lo espiritual y lo terrenal, me llevaron a la iglesia del Santísimo Sacramento, en la calle del Alcalde Sáinz de Baranda, donde se celebró el concierto. Se diría que los aborígenes consiguieron lo que no consiguen aquí los responsables eclesiásticos. Yurlungur se encarnó, para conducirme hasta allí, en mi amigo Carlos Aguirre, filósofo, escritor y experto en psicoespiritualidad, quien después me ha explicado con brillante rigor el contexto del cristianismo donde se inscribe un concierto en el que los músicos, acaso no cristianos, inducían desde el altar mayor una experiencia interna no ajena, sin embargo, a la antigua mística cristiana. Dentro de la cultura católica, ese acercamiento a otras formas de espiritualidad se inscribe, a su vez, en corrientes herederas del Concilio Vaticano II, cuyos tres pilares de apertura social, moral y espiritual, no necesariamente ceñidos al contexto religioso, son muy atacados en la actualidad por los sectores ultraconservadores de la iglesia. El Concilio Vaticano II animaba a abrirse a la sabiduría de otras religiones, místicas o prácticas espirituales, y bajo su protección crecieron gentes influidas por el orientalismo o la filosofía zen: Pániker, el padre Arrupe, el jesuita Ennoniya Lasalle, que intentó reactivar la mística cristiana (mixtificada) empapándose de budismo y llegó a ser maestro zen, o el benedictino Willigis Jäeger, también maestro zen, que ha comprobado cómo los practicantes de yoga y meditación están más interesados en la vía espiritual y contemplativa que sus viejos correligionarios católicos.
Todas estas personas están señaladas con el dedo inquisitorial de Roma, pero lo cierto es que una parroquia como la de la Santísima Trinidad es inusual y modélico espacio de encuentro de movimientos sociales e iniciativas culturales al que, por ejemplo, pude acercarme yo misma, tan lejana a las parroquias en general y en particular, y donde me encontré con gente tan diversa como una buena compañera de trabajo de otros tiempos o un aguerrido compañero de activismo animalista, a quienes dudo que encontrara en misa. Y todos disfrutamos de la música de Shirai, evocadora de paz, amor y sabiduría. Feliz Navidad.
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