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Columna
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'Tiempos nuevos'

Evoca ciertas emociones este término de Tiempos nuevos, Nove Vremie o Neue Zeit a las generaciones que tuvimos la experiencia de vivir como adultos en un mundo en el que existía una ideología comunista que se consideraba ley absoluta de la historia, se sabía con poder y se creía con futuro. Se hablaba de tiempos "nuevos", rotundos -no "modernos", concepto que lo enreda todo, propio de un judío descreído y cosmopolita a lo Chaplin-, de ruptura y nuevo amanecer. Tiempos nuevos fue cabecera de revista, diario o noticiario hasta en el más remoto rincón del globo, mil veces en suajili. Curiosamente sólo fracasó como lema político en inglés, idioma en el que siempre se identificó con publicidad de electrodomésticos u otros mecanismos de bienestar inmediato y nunca como promesa o utopía tan cargada de razones como de muertos. Alguna pulsión debió existir en las profundidades de un alma anglosajona nunca traidora a su propia tradición que hizo de esta cultura la partisana de la democracia y la libertad y la enemiga irreconciliable de todas las aventuras que rompían los anclajes con la historia acumulada de equilibrios de emociones, de sabiduría crecida y reposada sobre experiencias contrastadas y sentimientos vividos, recordados y transmitidos, esos divinos vínculos de humanos.

Hacía décadas ya que se había celebrado el maravilloso encuentro entre Anna Ajmátova e Isaiah Berlin que tan bellamente evocaba Mario Vargas Llosa el domingo en estas páginas. Todos sabían lo que habían hecho Stalin e Hitler, los dos grandes ángeles anunciadores de tiempos nuevos, redentores. Hacía millones de vidas -cada una tragedia, con cada una un crimen- que la esperanza de los tiempos nuevos se había convertido en una terrible peste que no hacía sino destruir culturas y países, que devoraba insaciablemente cuerpos y almas. Pero aún había decenas de Estados en los que los niños eran educados y los Ejércitos arengados en el mito de los tiempos nuevos y en el resto del mundo, una legión de voluntarios, más o menos fanáticos, más o menos remunerados, difundían la buena noticia de la llegada de la nueva era que acabaría con las lacras de la pobreza, la opresión, la enfermedad y la tristeza. Eran los que enarbolaban la pancarta de "Disarm or perish". Sólo a primera vista resulta una advertencia bienintencionada. Quienes la hacían en 1938 eran los mismos que en 1949. Es lo que siempre se les ha advertido a los desafectos de la rendición. Solía llamarse amenaza.

Ahora que existe de repente otra vez tanta gente -en los debates sobre perversiones o venturas de la mundialización, sobre las novedades con Fidel (tiene guasa), Chávez y Morales, o sobre el súbito pudor a matar de ETA- que piensa que debemos lanzarnos, con coraje y entusiasmo, a tiempos nuevos, no se trata de anunciar que no somos optimistas. Somos conscientes del desprestigio social y político que esto trae consigo. Sí se podría romper una lanza a favor de la tradición y el sentido común más anglosajón posible. Los tiempos nuevos de sumisión o complicidad con la amenaza son tiempos viejos por conocidos. Cierto, aunque todo salga mal no corremos el peligro de que nuestros hijos sean gaseados por un forofo de las óperas de Wagner. Ni un seminarista georgiano exterminará a la familia. Pero quienes entienden tan bien a ETA y a Al Qaeda como para creerse capaces de convencer a los asesinos de que les irá mucho mejor si reman juntos con ellos en el mismo bote, debieran comprender que generan inquietud considerable en quienes han tenido tiempo de enterarse de que el siglo XX europeo existió.

Alain Finkielkraut cita a Benjamín en este periódico para decir que la revolución ya no es la locomotora que arrastra el tren de la historia sino la mano que tira de la señal de alarma porque va en mala dirección. "Creo en la necesidad de frenar, de ralentizar ciertos procesos, de conservar cosas que garanticen que pueda surgir algo nuevo, que permitan salvar el mundo y la belleza". Por preservar algo de seguridad y belleza para nuestros hijos puede que el más tolerante y pacífico haya de matar o sopesar terribles dilemas sobre sus principios como indica Michael Ignatieff en su libro El mal menor sobre la tortura. Estados Unidos está pagando un precio terrible de prestigio y autoestima en ello. Europa con su abismal hipocresía corre peligro de sumar a esta miseria la certeza de la cobardía y romper anclajes con sus principios y, en alianzas que nos niegan, buscar nuevos tiempos que siempre serán peores.

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