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El conflicto como pegamento de la España plural

Antón Costas

¿Qué puede unir a España, ahora que Cataluña ha dado una nueva vuelta de tuerca al modelo de organización política y que prácticamente no queda otro elemento de igualdad material entre los españoles que la Seguridad Social y la tarifa eléctrica única? ¿Son infundados los temores de que la propuesta catalana se transforme en una fuerza centrífuga incontrolada que acabe en un big bang explosivo del Estado? Al menos debemos tomarlos en consideración, no sólo por los conflictos directos que en sí misma plantea, sino porque genera un "efecto imitación" en el resto de comunidades autónomas, que ya han comenzado a incorporar en sus respectivas reformas (véase la propuesta valenciana) lo que podríamos llamar una "cláusula de la nación más favorecida" (similar a la que operó en los tratados bilaterales de comercio entre naciones en el siglo XIX), mediante la cual exigirán que les sea automáticamente aplicado lo que Cataluña consiga para sí en su negociación con las Cortes Generales. El conflicto político irá, por tanto, en aumento.

¿Cómo enfrentarse a este escenario de mayor conflicto que introduce la "España plural"? Las soluciones que se plantean, desde uno y otro lado, intentan reducirlo de diversas formas. Desconfiadas, las fuerzas políticas catalanas que apoyaron el Estatuto utilizan el método del "blindaje", mediante la enumeración exhaustiva y minuciosa hasta la pesadez de todas y cada una de sus competencias. Buscan con ello evitar en el futuro los conflictos jurídicos y políticos que en el pasado han enfrentado a la Generalitat con la Administración central. Intento vano, a mi juicio, y que tiene efectos perversos no deseados. Por un lado, produce una imagen intervencionista del poder político catalán impropia de una sociedad libre. Por otro, será un "corsé" para sus propias políticas. Y, lo que es peor, crea en muchos ciudadanos la percepción de que, aunque no pretenda la independencia, Cataluña busca constituirse en una comunidad aparte del resto; es decir, vivir juntos pero no revueltos.

Desde el lado opuesto las propuestas responden a dos variedades. Unos buscan evitar el conflicto devolviendo el Estatut a sus remitentes; es decir, ponen la venda antes de que se produzca la herida. Otros aceptan la posibilidad de la reforma, pero siempre y cuando se mueva dentro de los límites del "consenso constitucional", del "espíritu de la transición" y sea aplicable al resto; es decir, café para todos, pero descafeinado. En ambos casos, el conflicto es visto como una fuerza disgregadora de la convivencia. Suponen, en definitiva, que para que la política y el Estado funcionen bien debe existir alguna idea previa y compartida de "bien común" o de "patriotismo".

Sin embargo, es posible que estas explicaciones del porqué una comunidad se mantiene unida sean desorientadoras y hasta arrogantes. Se puede pensar que el motivo por el cual grupos diversos se mantienen unidos es porque practican ciertas políticas comunes, y no porque estén de acuerdo en unos "principios fundamentales". Más que como elemento misteriosamente anterior a la política, el "interés general" surge del proceso de reconciliación y agregación práctica de los intereses particulares en conflicto; es el resultado de la acción civilizadora de la propia actividad política. En términos más prosaicos, es el roce el que engendra cariño, y no un misterioso sentimiento espiritual. De hecho, tenemos lazos espirituales con muchos países latinoamericanos y, sin embargo, no compartimos ni nación ni Estado. Por el contrario, formamos parte de la Comunidad Europea porque tenemos intereses en conflicto y negociamos políticas comunes para reconciliarlos.

Nuestra propia historia nos ofrece ejemplos de cómo el conflicto y la negociación de políticas fue lo que permitió asentar la España contemporánea. La creación en la segunda mitad del XIX de una moneda (la peseta) y de unas aduanas únicas permitió crear un mercado interior único y poner en marcha políticas comunes a los antiguos "reinos" que fueron los fundamentos materiales de su unidad. Especial importancia tuvieron las políticas de comercio exterior (librecambistas o proteccionistas), que aunque provocaron grandes conflictos políticos, sociales y territoriales permitieron forjar alianzas y arreglos entre los intereses de manufactureros catalanes, siderúrgicos vascos y cerealistas castellanos; arreglos sobre los que se ha asentado la cohesión económica y territorial de España a lo largo del último siglo y medio.

Ahora que ya no tenemos moneda ni aduanas propias, y que el mercado interior ha dejado de estar protegido, se podría pensar que disminuirá esa cohesión territorial. Pero no es así; por ejemplo, a medida que la economía catalana se ha hecho más exportadora, ha aumentado sus vínculos con el resto de la economía española, dado que utiliza más productos intermedios fabricados fuera de Cataluña. Este hecho sugiere que la unidad del mercado no tiene por qué verse alterada por la forma de organización del Estado, especialmente si éste es capaz de diseñar políticas económicas e industriales que fomenten la interdependencia y la proyección internacional de nuestras empresas.

La idea de que el conflicto puede desempeñar un papel importante y constructivo en la cohesión puede parecer sorprendente y hasta paradójica. Los peligros que entraña y los daños que ha causado en el pasado han sido de tal magnitud que es comprensible el rechazo. Sin embargo, la evidencia sobre los efectos positivos del conflicto es bastante rica: un ejemplo es el conflicto entre patronos y trabajadores. El economista y politólogo norteamericano Albert O. Hirschman ha reexaminado esa evidencia y concluye que el conflicto es una característica persistente de las sociedades pluralistas de libre mercado, y que es la contrapartida natural del progreso técnico y de las consiguientes luchas redistributivas -sociales, sectoriales y territoriales- para repartir la nueva riqueza.

Otro resultado, de gran interés para la negociación del Estatuto catalán, es la idea de que, por muy variados que sean los conflictos, es posible clasificarlos en dos variedades: aquellos que dejan un residuo positivo de integración y los que desgarran a la sociedad. Los primeros son del tipo "más o menos", como los relacionados con la financiación y la solidaridad; los segundos son del tipo de "o esto o...", como el debate sobre el término nación: o lo somos o no lo somos. Los primeros son divisibles, mientras los segundos son de categoría no divisible, y por tanto de naturaleza más conflictiva. La distinción, sin embargo, no siempre es tajante, ya que las cuestiones no divisibles acostumbran a tener componentes que son negociables. Pienso que esto es algo a tener en cuenta, aunque en ocasiones haya que reconocer que aún no hemos descubierto maneras concretas de resolverlos.

Si admitimos, y parece que todos estamos de acuerdo, que somos un país plural con intereses no siempre coincidentes, que las autonomías han venido para quedarse y que vivimos en una economía en permanente y rápida transformación que nos plantea problemas de crecimiento y redistribución de la riqueza, entonces tenemos que concluir que el conflicto será una característica persistente de la España plural. Si aceptamos esta realidad, nadie puede pretender establecer ninguna clase de orden permanente e inalterable, ya sea el que pretende el "blindaje" autonómico o el de la petrificación de la Constitución. A lo único que podemos aspirar es a "ir saliendo al paso" de un conflicto al siguiente, generando de esa forma un modo práctico y efectivo de resolver problemas. Dicho de otra forma, será el esfuerzo continuado para resolver los conflictos cotidianos lo que nos mantendrá unidos, no la búsqueda de un inexistente equilibrio estacionario que nos mantenga juntos pero separados.

Pienso que el Estatuto es un documento farragoso con propuestas conflictivas que nacen de un compromiso que en su totalidad no complace a ninguna de las partes que lo han apoyado en el Parlamento catalán. Pero, por todo lo anterior, pienso también que la negociación y la práctica en tratar esas propuestas entre todos los españoles, dentro y fuera de las instituciones políticas, puede ser el pegamento que nos permitirá vivir unidos y afrontar los problemas reales que tenemos como sociedad: afianzar la democracia, fortalecer Europa y enfrentarnos a esos cambios profundos que llamamos globalización y que son un reto para nuestro bienestar. Juntos podremos, separados será prácticamente imposible.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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