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Columna
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Libros robados

Tiempo de regalos y felicitaciones, de contener el aliento de los días, las semanas, lo poco que nos queda para clausurar un año y enfrentarnos al que viene. Tiempo de propósitos, de planes, de nuevos caminos, de amortizar remordimientos y hacerle un hueco a la esperanza, de que nos perdonen los agravios y olvidar los recibidos. Con el año que se va, asoman tímidamente las grandes resoluciones, las promesas, a sabiendas de que la mayoría no se cumplirán, pero es una fundamental obligación la de engañarnos a nosotros para dar el siguiente paso y, queriéndolo o no, burlar a los demás.

Relucen las calles, bueno, las más importantes, con esa orgía de palabras que nos endilga el Ayuntamiento, colgadas y luminosas, cuyo sentido escapa a las consideraciones más simples. Palabras, palabras, huérfanas de la ilación que las justifique, y es posible que tal fuera el propósito, tirarlas al aire, sin ton ni son, para quedar enganchadas caprichosamente al pentagrama enlazado entre los árboles o las farolas. Los grandes almacenes, las tiendas de lujo y las modestas echan el anzuelo de su mejor género, activando el imán de la curiosidad y el siempre dispuesto ánimo consumista. Antes todo el año era carnaval, fraude embozado; ahora es todo incitación a la compra de lo necesario y, sobre todo, lo superfluo, revestido de su más atractiva apariencia.

La promoción llega a los libros, para dar salida a la torrencial producción editorial de todos los años, cuando toneladas de volúmenes sepultan diariamente a lo recién salido de las prensas. Sobre los títulos inéditos cae el otoño de las incesantes novedades, aturdiendo a los lectores, que no distinguen lo bueno de la morralla, sin la guía de una crítica reposada, orientadora. El éxito literario, científico, pedagógico, rara vez responde al valor intrínseco de la fantasía o el trabajo especializado. En el amplio mundo de los libros que se venden en los almacenes, como cualquier producto perecedero, se conduce el favor del público con criterios de mercado, en muchas ocasiones independiente de la enjundia literaria. Coordinado con la inversión publicitaria, en televisión especialmente, ocupa los escaparates, se alinea en profusa exhibición, encogiendo, aún más, las posibilidades de los precitos autores. Dudo que se lleve a cabo -y posiblemente ni falta hace- algún sondeo imparcial, que revele a un autor novel, cuyas primeras obras caerán en el olvido, a menos que les toque el gordo de algún importante premio. Hecha la inversión por el premiante, se convierte en imperativo financiero darle salida, y así se forjan fugaces reputaciones que no suelen disponer de segundas oportunidades.

Un amigo librero, de los pocos que van quedando en Madrid, comentaba en su rebotica que se han hecho raros los ladrones de libros. Acusación quizá fuerte, cuando no lleva anejo el lucro inmediato. Aquellos amantes del conocimiento que sustraían el ejemplar codiciado, prestándole el valor añadido de su gesto. El gran periodista, escritor y hombre de mundo que fue César González Ruano había formado una excelente biblioteca entre los volúmenes que tomaba prestados sin devolución y los que sustraía, de lo que se vanagloriaba, incluso de "distraer" algún objeto portátil de valor, que iba a la casa de empeños y, con el producto, adquirir más libros. Álvaro Cunqueiro, el contemporáneo que con mayor delicadeza y genio manejó el castellano y su gallego natal, daba sablazos para comprarlos y se apoderaba, sin el menor remordimiento, de los que no podía adquirir.

Otro escritor de aquella época, por quien sentí veneración y afecto, Eugenio Montes, cada vez que honraba la casa donde residí, en la que hubo una valiosa biblioteca propiedad de mi familia política, escamoteaba siempre algún volumen. Le pescamos enseguida y, antes de marcharse, rebuscábamos entre los pliegues de su gabardina para rescatar el elzevir o el aldo manuccio incautado, algo asombroso, mágico, en persona incapaz de enroscar una bombilla o efectuar la más sencilla operación manual. Jamás se aludió a la reiterada manía ni él se sentía incómodo yéndose con las manos vacías. Era el juego de palabras que hizo don Pedro Calderón de la Barca: "Porque no sepas que sé / que sabes flaquezas mías". Un delito -menor, por supuesto- nacido del amor a los libros, por encima de la propia integridad. Lo cuento en homenaje de los tres, cuya amistad en los dos segundos casos enriqueció mi joven vida. Me temo que hoy escasean estos fieles enamorados de la literatura.

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