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Reportaje:Apuntes

La gran factoría de sociales cumple 10 años

20.000 personas trabajan y estudian en el campus de Tarongers, el mayor de la Universitat de València

En octubre de 1995 se abrió el campus de Tarongers. Lo que comenzó con un solitario aulario se ha convertido en el mayor campus de la Universitat de València. Una factoría de ciencias sociales que reúne a 18.800 alumnos; 912 docentes; 208 administrativos; 58 empleados en tareas de limpieza; 53 de cafetería; 36 especialistas deportivos; 27 encargados de mantenimiento y 14 guardias de seguridad. Todos, en un espacio de 137.054 metros construidos, distribuidos en dos grandes aularios (norte y sur); dos grandes edificios departamentales; una biblioteca del tamaño de un castillo (con una capacidad de un millón de volúmenes); instalaciones deportivas y un centro de servicios que tiene forma circular.

El diseño respondió a las ideas de resistencia, solidez y durabilidad, señala el arquitecto
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Un proyecto sin terminar

En Tarongers se imparten un total de ocho licenciaturas y cuatro diplomaturas, es decir, prácticamente toda la oferta del área de sociales de la Universitat.

El campus se inauguró en 1995 pero la decisión de construirlo se tomó mucho antes. A mediados de los años 80, en plena época de masificación universitaria, el entonces rector, Ramón Lapiedra, expresó a los responsables municipales la necesidad de crear un nuevo espacio académico en la ciudad. Lapiedra recuerda que el Ayuntamiento, gobernado por el socialista Ricard Pérez Casado, y en especial, el equipo de urbanismo, respaldó rápidamente la propuesta. El ex rector recuerda también que la selección de los terrenos donde se ubicaría, entre los viejos caminos de El Cabanyal y de Vera, fue sólo el principio de una larga lucha, continuada por su sucesor, Pedro Ruiz, para lograr lo esencial en estos casos: el dinero para levantarlo.

Lapiedra encargó el proyecto al arquitecto valenciano Carlos Salvadores, que diseñó el plan general del campus -cuántos edificios debían componerlo, dónde se ubicarían y quién realizaría cada uno de ellos- y diseñó también los dos aularios y el centro de servicios.

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El estilo sobrio y el color anaranjado de Tarongers se distingue desde lejos y se aprecia perfectamente desde el puente de la salida de Barcelona. ¿A qué responden? Salvadores explica: "Partimos de una idea de solidez. En aquella época, los edificios educativos pedían continuamente un alto nivel de mantenimiento que era difícil de asumir. Había que hacer construcciones que no fueran especialmente delicadas, sino duraderas y resistentes. Por eso hay muy poca madera, y fundamentalmente es granito, ladrillo, hormigón, materiales que tienen una capacidad de resistencia muy alta en relación con el mantenimiento que necesitan".

La otra idea fuerza era la funcionalidad y la intención de crear dos aularios que no se identificaran con dos facultades sino que permitieran un uso versátil, y unos edificios departamentales que cubrieran unas necesidades que venían de antiguo.

El diseño del campus introdujo elementos de ahorro energético y de agua, que por entonces costaba hacer entender. La fisonomía del campus tuvo desde el principio defensores y detractores. Estos últimos son hoy minoritarios. Poco después de empezar a funcionar, sin embargo, un sindicato de estudiantes de carácter conservador repartió por todo el campus unos pasquines en los que se reproducían decenas de veces el rostro del arquitecto, junto a una advertencia sobre los peligros de la clonación.

Una de las quejas más repetidas era que en todo el espacio no había ni una pizca de césped. El contraste con el campus de Vera de la Universidad Politécnica, al que podía llegarse atravesando una calle, era notorio. "El nuestro no es un país de césped, aunque no dejen de hacerse praderas, lo que a mí me sigue pareciendo chocante. El césped exige mucha agua y muchos cuidados y se trató más bien de un problema ecológico. Parecía más sensato poner todos los árboles que hiciesen falta y un suelo resistente", señala Salvadores.

A quien el nuevo campus no le hizo la menor gracia fue a Justo Nieto, ex rector de la Politécnica. Nieto, ahora consejero de Empresa, Universidad y Ciencia, siempre pensó que los terrenos que quedaban al otro lado de la avenida de Tarongers correspondían por derecho propio a la Politécnica. Así lo declaró, recuerda Lapiedra, en una intervención en las Cortes para exponer la situación de las universidades valencianas.

Diez años después de su apertura el campus continúa inacabado. La construcción de una de las piezas fundamentales en el diseño original, el edificio encargado al arquitecto portugués Álvaro Siza, no está prevista a medio plazo. El edificio de Siza debía cerrar el campus por la parte oeste, igual que la biblioteca diseñada por Giorgio Grassi lo hace por el este. La construcción estaba pensada como un centro de representación y gobierno del claustro y también como un punto de encuentro de la comunidad universitaria.

Una catedrática opina que el campus tiene sus ventajas, pero que la separación entre aularios y edificios departamentales ha reducido considerablemente el contacto entre profesores y estudiantes.Le resulta cómodo, añade, pero no "amigable", y considera que falta espacio para cafeterías y salas de estudio de los alumnos.

De falta de espacio sabe bastante el abogado Rafael Fernández-Delgado, de 29 años, que cursó el primer curso de Derecho en el campus de Blasco Ibáñez y el resto en Tarongers. "El primer año fue una odisea. Dimos los dos o tres primeros días de clase en la facultad de Farmacia, lo que hoy es el rectorado. Había tanta gente que teníamos que sentarnos en el pasillo. El profesor dejaba la puerta abierta para que pudiéramos oírlo. Como había grupos abiertos podías tener una clase en Farmacia, la siguiente en Medicina, y las demás en Derecho o Psicología". Fernández-Delgado vivió el último tramo de la época de mayor masificación. Antes de estar acabado Tarongers, la dinámica se invirtió.

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