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El 'mal francés'

Grupos numerosos de jóvenes, en su mayoría hijos y nietos de inmigrados, mantuvieron el mes pasado una revuelta urbana muy violenta en París y muchas otras poblaciones francesas. En un intento de relativizar la gravedad de los hechos, el primer ministro recordó que las revueltas urbanas de Los Ángeles, en 1993, causaron 54 muertos y miles de heridos. Parece que los muertos en Francia han sido cuatro, pero es difícil minimizar que, según datos oficiales, fueron incendiados más de 10.000 automóviles y 233 edificios públicos, sobre todo escuelas, así como un centenar de empresas y 18 lugares de culto.

Es preciso plantearse si esta explosión de violencia es reveladora de un mal francés, de una situación nacional irrepetible, o si por el contrario nos hallamos ante problemas más generales, que nos afectan o pueden afectarnos en el futuro.

Será necesaria mucha implicación ciudadana y mucha madurez democrática si queremos superar la amenaza que significa el 'mal francés'

Sin duda, podemos hallar, en la revuelta francesa y sus causas, algunos rasgos que no pueden extrapolarse. Uno de ellos tiene un especial interés para nosotros, ahora que la derecha española ataca tan duramente el modelo federalizador que puso en marcha la transición democrática española. Es la cuestión del centralismo.

En un artículo de 1945, recién terminada en Europa la guerra contra el fascismo, Hannah Arendt escribía que "el principio fundamental de la Resistencia francesa ha sido 'libérer et fédérer', y con este federar se alude a una Cuarta república federal en una Europa federal". Y añadía que "los periódicos clandestinos checos, italianos, holandeses o noruegos insisten en conceptos casi idénticos".

En buena medida, la unidad de la Europa de hoy es el resultado de aquel espíritu de superación de los nacionalismos y de los Estados nación que caracterizó a buena parte de la resistencia europea contra el nazi-fascismo. Pero en el caso de Francia, lo menos que se puede decir es que el desarrollo político de la posguerra frustró totalmente aquel anhelo de la Resistencia, manteniendo estrictamente hasta hoy la inercia del estatalismo más centralista, en nombre de una tradición jacobina que ya sólo es una hoja de parra para disimular el poder burocrático ultracentralizado de unas élites indiferentes.

Las banlieues (estos cientos de barrios de La Mina construidos en toda Francia) son los monumentos a esta centralización elitista, como monstruos gestados durante décadas por el sueño de la razón de una política ultracentralizada. Francia es apenas poco más que París: cerca del 20% de la población se concentra en los suburbios de la capital.

Sin embargo, más allá de este factor específico, casi todos los demás elementos de la crisis de los suburbios franceses están presentes en las otras sociedades europeas, en mayor o menor grado de desarrollo. Haríamos bien en estar muy atentos a ello, porque como el mal francés de la Edad Media, este de hoy es contagioso y no conocerá fronteras.

Se han multiplicado los análisis y las interpretaciones sobre lo sucedido y sus causas. En general, las explicaciones se han agrupado en dos tendencias: las que atribuyen la crisis fundamentalmente a causas económicas y sociales (precariedad laboral, paro juvenil, segregación territorial, etcétera) y las que han dado prioridad a los factores étnicos y religiosos (crisis de la integración republicana, excesos del multiculturalismo, influencia del fundamentalismo islamista, etcétera). Unos y otros tienen sus razones y es evidente que un fenómeno de anomia violenta de tanto calado sólo puede ser comprendido y abordado desde la consideración de múltiples factores.

Uno de ellos, que parece fundamental, es el elemento político. Frente a toda suerte de recomendaciones y teorías más o menos efímeras, emitidas por líderes de opinión e intelectuales más o menos mediáticos (hasta llegar a provocar una difusa irritación ante tanta facundia salonnarde), el silencio político ha sido casi total. La falta de respuesta del Gobierno ha recordado la confusión y parálisis de la Administración de Bush ante la catástrofe de Nueva Orleans. Pero también los dirigentes de la oposición se han mostrado instalados en el autismo de las pequeñas querellas. En general, los partidos y los políticos (especialmente los del mainstream de gobierno) han callado de forma clamorosa.

Uno de los pocos en hablar, Michel Rocard [ex primer ministro francés], ha escrito algo tremendo: "Todos los políticos franceses han sabido durante los 20 últimos años que Francia ha estado viviendo con un riesgo en aumento de que los incidentes aislados se amalgamaran en una masa de violencia". [El sociólogo] Frank Furedi, comentando los disturbios franceses, ha señalado: "Una de las manifestaciones más claras del agotamiento político actual, es el deseo desesperado de nuestras élites de evitar a todo precio la discusión de los problemas incómodos". Este es un diagnóstico que puede extenderse a nuestra situación general en Europa.

Existe, en este fenómeno de desconexión frente a los problemas reales, una de las causas del extrañamiento político de los ciudadanos y de su desconfianza creciente hacia los políticos. Nos hallamos ante una espectacular paradoja: el discurso de los políticos se hace sospechoso precisamente porque no se atreve a plantear cuestiones que puedan molestar a una u otra parte de su electorado. La consecuencia es que, por su irrelevancia, artificialidad e inadecuación, molesta a la práctica totalidad del electorado.

La crisis de la política se agrava porque esta tendencia a silbar y mirar hacia otro lado (acentuada por la subordinación a las encuestas y la estricta observancia de los mensajes precocinados) entra en creciente contradicción con las percepciones de la gente. El discurso político dominante es cada vez más inadecuado ante la brutalidad de las cosas tal como son: las que la gente vive cotidianamente o contempla en las pantallas de la televisión. Esto refuerza una impresión generalizada de inoperancia de la política, sobre todo la de gobierno, y un aumento del abstencionismo y del apoyo a los extremismos populistas (donde deberíamos incluir a [Nicolas] Sarkozy [ministro del Interior*>.

La principal lección que sacar de esta alerta francesa parece clara, aunque las soluciones no van a ser nada fáciles. No sólo se precisa un nuevo papel más activo de los poderes públicos, con nuevas políticas sociales: debe recuperarse también la fuerza de la política democrática para agregar a la gente en proyectos, identidades y lealtades colectivas. De lo contrario irá aumentando el peligro de una nueva barbarie apoyada en identidades y populismos excluyentes, de base étnica, fundamentalista, nacionalista o individualista. En un mundo en el que desaparecen las fronteras, corremos el riesgo de que éstas vuelvan a levantarse en nuestros barrios y ciudades, con su factura creciente de violencia y miedo, egoísmo e inseguridad.

Sólo la política democrática podrá salvarnos. El restablecimiento de su eficacia, la recuperación de la confianza y de la participación de la gente en la política, constituyen el reto esencial de las sociedades europeas de hoy. Será necesaria mucha implicación ciudadana, mucha madurez democrática, mucha tenacidad, mucho respeto y mucha solidaridad, si de verdad queremos superar la amenaza que significa el mal francés de nuestros días.

Raimon Obiols es eurodiputado por el PSOE.

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