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Columna
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Acteón

Una mujer teje un jersey frente a una ventana invernal en un pequeño pueblo de la Italia profunda. Alguien golpea con fuerza la aldaba de la casa y, cuando la mujer se levanta para abrir la puerta, el ovillo de lana cae al suelo. La cámara apenas se detiene en este detalle y el espectador no hubiera reparado en él si no fuera porque un punto de la labor se suelta y a partir de ahí, el jersey se va deshaciendo como si fuese el tejido de toda una vida. Pero la película todavía guarda otra bella metáfora, sin duda la mejor del filme, en la que el protagonista sentado en una butaca del cine del pueblo va viendo pasar ante sus ojos el legado que le dejó antes de morir el viejo proyeccionista de Cinema Paradiso: una bobina montada con todos los fotogramas de los besos prohibidos que el cura del pueblo obligaba a cortar de las películas proyectadas, y que es uno de los más emotivos homenajes que se han hecho nunca a la historia del cine.

Quizá el destino de los antiguos cines sea irse muriendo poco a poco como en el filme de Giusepe Tornatore, derribados por el abandono de los espectadores a favor de los grandes multicines con olor reconcentrado a palomitas y el sonido de algún que otro móvil. Es lo que sucedió con el cine Capitol o el Tyris que está siendo remodelado para convertirse en aparcamiento, y con el cine Rex y el cine del Oeste donde ahora hay un supermercado Caprabo; La misma suerte han corrido también los cines Serrano y el propio Acteón, en la Gran Vía Marqués del Turia, que después de treinta años en la brecha de los estrenos, el pasado domingo cerró sus puertas para pasar a albergar un concesionario de coches suecos.

Reconstruir la memoria sentimental de un cine no es tarea fácil porque sus momentos estelares están tejidos con un material tan inflamable como el metraje de nitrato de plata que dejó ciego a Philippe Noiret. El Acteón comenzó su andadura en el difícil otoño de 1976. En aquella época yo todavía andaba perdida con mi mochila escolar por las nieblas atlánticas, pero mi amigo Vicente Vergara, tiene la memoria cosida con los fotogramas y los títulos que iluminaron la memoria colectiva de aquella época y que le lleva a recordar la amargura inteligente de El tambor de hojalata, o a evocar Lisboa En la ciudad blanca de Alain Turner, o a revivir la crítica irreverente de Yo te saludo María, de Jean-Luc Godard que, según cuenta, fue una de las proyecciones más accidentadas porque un grupo de ultras católicos hizo estallar un petardo dentro de la sala. Al parecer durante todo el tiempo que la película estuvo en cartel una hilera de monjas se plantaba a rezar el rosario en la acera del cine para redimir el alma de los pecadores que entraban a verla.

La última sesión del cine Acteón se cerró con la proyección del filme Broken Flowers de Jim Jarmusch. Cuando la escéptica y cómplice expresión de Bill Murray dio paso a un definitivo fundido en negro, imagino que muchos espectadores que acudieron a la función de despedida verían sucederse ante sus ojos las instantáneas de cientos películas con una melancolía muy parecida a la de Jaques Perrin cuando en su butaca solitaria del cine de Giancaldo va viendo pasar, nubladas por la emoción, las imágenes de todos los besos y caricias prohibidas. Porque bajo cada secuencia quedan siempre unas zonas en penumbra, tan íntimas, como esos restos de luz que al final del día iluminan con un azul de noche americana los fotogramas de toda una vida.

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