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Columna
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Religión

Hace poco hemos sabido de un profesor de religión de la provincia de Cádiz que, muy originalmente, aprovechaba sus clases no para hablar del catecismo y las propiedades tonificantes de la comunión, sino para denunciar al gobierno corrupto de Felipe González y revelar al alumnado cuál era la verdadera naturaleza de Millán Astray. Este individuo llevaba a tal extremo su labor de evangelización que incluso examinaba a los adolescentes de sus discursos, actitud que hizo comenzar a sospechar a algunos de los padres más inteligentes que a lo mejor el tipo no impartía religión sino otra cosa, y elevó el clamor que exigía la dimisión del profesor. Fácil es hacer leña del árbol caído, y este suceso ofrece madera para calentar nuestra chimenea durante meses enteros, si volvemos a la manoseada cuestión de la inutilidad de la asignatura de los obispos y del disparate pretendido por algunos de que se iguale en el currículo escolar a las matemáticas, donde enseñan desde el primer día que el tres y el uno son números distintos. Pero no, yo no quiero tomar hoy esa dirección. Lo que realmente me sorprende es que ese apóstol del fascismo de Cádiz pudiera obviar sin dificultades los contenidos reales de la materia para lanzarse a un panegírico de sus héroes en blanco y negro: es decir, me alarma que ninguna instancia controle y depure lo que los alumnos mastican en unas clases que, según observo, ocupan dos horas semanales de su apretada agenda de optativas y complementarias, al mismo nivel que la música o el dibujo en ciertos cursos.

A veces, por azares de la vida y la docencia, me ha tocado dirigirme a un grupo de adolescentes que estudiaban religión, para retirarme al poco igual que su enemigo íntimo, con el rabo entre las piernas. He descubierto lleno no sé si de ironía o de espanto que ignoraban completamente quién eran Noé y los patriarcas, y de quién estaba rodeado Cristo la noche que lo mataron. Cuando les pregunté qué aprendían en la asignatura de religión me hablaron de matrimonios, exámenes de conciencia, amor al prójimo, catequesis. Hace mucho tiempo que los tsunamis y los autos de fe me han enseñado que resulta bastante improbable que Dios exista o que se interese una pizca por nosotros, pero aquella ignorancia juvenil me llenó de desolación. Elías Canetti, a quien nadie podrá acusar de estrechez cerebral, confiesa en un valioso aforismo que la Biblia es el último libro que podría dejar de leer, y que contiene más sabiduría sobre la estirpe de los hombres que ningún tratado de antropología. Seamos creyentes o no, y eso no importa lo más mínimo, la Biblia y los clásicos grecolatinos constituyen los dos pilares sobre los que se cimienta la cultura de Occidente, nuestra cultura, aquella de la que somos garantes y herederos, aquella que debemos preservar por respeto a nuestros ancestros y amor a nuestros descendientes. La existencia de una asignatura de religión es absurda y estéril si lo único que pretende es inculcar prejuicios en unas mentes vírgenes: pero podría servir para preservar aquellos elementos de nuestro acervo sin los cuales luego resultaría imposible acceder al arte, a la literatura, al pensamiento que nos precedieron. La blasfemia es un derecho inalienable de todo ser ofendido: siempre que se sepa contra quién se usa.

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