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Columna
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Simulacros

Cada vez se anticipan más las luces y la parafernalia navideña. Antes eran un par de semanas, pero ahora el adelanto sobre las fechas señaladas con números rojos supera el mes. Los niños lo agradecen, y supongo que también los comercios. También la primavera llega con adelanto a los escaparates, lo mismo que la ropa de otoño-invierno que podemos adquirir en agosto con más facilidad que una toalla de playa. El calendario viene a ser lo de menos en esta especie de carrera festiva y comercial. ¿Para qué conformarnos con seguirlo fielmente y adaptarnos a sus prescripciones si podemos batirlo, rebasarlo, adelantarlo a nuestro propio arbitrio. Todo es cuestión de hacer como si ya estuviésemos en Navidad. No es difícil. El domingo pasado, el suplemento extra de este periódico nos presentaba a una familia en plena Navidad antes de Navidad.

Una familia de verdad, una especie de familia Alcántara del año cinco del siglo XXI se prestaba a escribir la crónica anticipada de las próximas fiestas navideñas y a fotografiarse en el presente vestidos de futuro. A la madre le mataban los nervios mientras oía por la radio del coche el sorteo de la lotería de Navidad. Finalmente, como era de esperar, salía una terminación que no se parecía a su número ni aproximadamente. De modo que la mujer simulaba un suspiro de resignación que, a decir verdad, resultaba la mar de convincente. Tan convincente como la cara de felicidad de su hijo subido al patinete que, supuestamente, le habían puesto los Reyes esa misma noche. Y así todos: hermanos, padres, tíos, abuelos y cuñados, todos haciendo lo que harían o harán dentro de dos semanas, si Dios quiere y el tiempo no lo impide. Un feliz y logrado simulacro que, seguramente, se parecerá mucho a la otra Navidad, la que la mayoría viviremos a partir del próximo día 24. Probablemente, distinguir unas navidades de otras sea casi imposible.

Vivimos en un perpetuo simulacro, rodeados de escenarios, simulaciones y simuladores. Entregados también nosotros mismos a la simulación. No es extraño que simulemos la Navidad en noviembre o el carnaval en junio. No es extraño que el Premio Planeta, esa inmensa y exitosa simulación, premie un simulacro de novela. ¿Es María de la Pau real o simulada? Da lo mismo. La semana pasada un informativo de televisión abrió su sumario con imágenes de un espeluznante accidente de tráfico que, en realidad, era tan sólo un simulacro realizado por los servicios de ayuda en carretera de una comunidad autónoma. Durante un par de minutos creímos que, realmente, aquella gente que gritaba y sangraba entre los hierros retorcidos de un coche sangraba realmente y gritaba de veras, como casi nosotros gritamos al contemplar la falsa información o, por lo menos, la información trucada o simulada durante un rato. Luego la realidad ha igualado e incluso superado, con sus casi cien muertos encima del asfalto del último gran puente festivo, a la simulación. Los muertos falsos, que creímos reales durante dos minutos, eran de alguna forma tan reales como los que han dejado su sangre en la carretera. Aquellos muertos eran, en el fondo, los muertos que ahora mismo engrosan la estadística de accidentes mortales. Estaban anunciándolos con su sangre de atrezo y sus gritos, tan convincentes y sobrecogedores.

Es difícil pararse a distinguir, a estas alturas de la loca historia del mundo, entre lo vivo y lo pintado. ¿A quién diablos imita la realidad en el siglo XXI? Se venía anunciando la nueva era de la felicidad virtual, la que se representa en las televisiones digitales y en los suplementos de papel satinado, ya desde el viejo Kierkegaard, pasado por el turmix del marxismo hasta colarse en Sartre, Beauvoir o Camus. Es la famosa alienación, vivir "fuera de sí". Salirse de uno mismo es la manera de poder habitar la Navidad antes de que la Navidad llegue a nosotros. Y hay que reconocer que, a veces, la estrategia funciona. La realidad virtual, además, no hace daño, pero puede causar más de una frustración. Vivir instalados en el "como si" tiene también sus riesgos.

El país de los vascos es, en muchos aspectos, más virtual que real. Ultimamente, la ilusión de la paz está haciendo que algunos celebren el sorteo de Navidad antes de tiempo, igual que la familia del semanal de EL PAÍS. Lo malo es que la Navidad nos traiga, en lugar de la paz, un torpe simulacro de la paz.

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