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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Nadie sabe nada

1Ha muerto Gloria Lasso. Lo oímos en la radio del coche que nos lleva a Sitges. "Practicó el matrimonio en plural y lo hizo muy por encima de la media del Occidente cristiano", dice la locutora. Hay un breve silencio y luego, como si le pareciera reprobable, añade: "La cantante matrimonió 12 veces". Al preguntar qué clase de emisora tenemos sintonizada, me dicen que nadie lo sabe. Lo que yo, por mi parte, no sabía era que Gloria Lasso hubiera nacido cerca de donde estamos, en Vilafranca del Penedès, y había debutado como cantante a los 15 años, en La Bola de Oro, una sala de fiestas de Barcelona. Su verdadero nombre era Rosa María Coscolín. Me digo que hizo bien en cambiarse el apellido, pues una coscolina en México es una mujer de malas costumbres, aunque entonces ella no podía saber que viviría en México los últimos 43 años de su vida. El apellido Coscolín me trae el recuerdo del Rancho Coscolín de Papantla, Veracruz. Allí estuve en cierta ocasión con Sergio Pitol. Es un lugar conectado con la perturbadora y siniestra historia de la vainilla, que al parecer fue descubierta por los indios totonacas y presentada a Hernán Cortés por Moctezuma.

Por la tarde, después del almuerzo en Sitges, nos damos una vuelta por Vilafranca del Penedès y tratamos de averiguar en qué casa nació la cantante. Paseamos alrededor de la basílica de Santa Maria y no hay forma de averiguar nada sobre Gloria Lasso. Es más, nadie la conoce. Como nadie aquí sabe nada de la cantante, llego a preguntarles a mis acompañantes, en plan trascendental, si no se han dado cuenta de que en el mundo nadie sabe nada de nadie ni de nada. Y hasta me atrevo a citarles un proverbio japonés: "Quien confiesa su ignorancia, la muestra una sola vez; quien trata de esconderla, la muestra una infinidad de veces". Mis amigos deciden seguir preguntando por "una señora de aquí que matrimonió 12 veces". La gente ríe y niega con la cabeza. Hay una señora que parece a punto de santiguarse. Al final, en un bar de las agradables Ramblas de Vilafranca, junto a una espléndida casa modernista, un camarero de cierta edad nos canta Luna de miel, la más famosa de las canciones de Gloria Lasso. Y luego, frunciendo el ceño, se pone estupendo: "Sólo sé que fue una artista catalana mundialmente famosa. Una gloria nacional. Una gloria de mujer. Gloria Lasso. ¿Saben si le dieron la Creu de Sant Jordi?".

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Me viene a la memoria una frase que le escuché a Yul Brynner en el restaurante La Galiota de Cadaqués, allá por 1970: "¿Cómo saberlo todo sin envejecer?".

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Nadie sabe nada. Escribir esto me devuelve de nuevo a Sergio Pitol, cuyo reciente Premio Cervantes sigo celebrando. Quien quiera acercarse a una de las claves de su obra encontrará en El mago de Viena una buena pista en el fragmento en el que nos cuenta que, mientras traducía el diario argentino de Gombrowicz, encontró un breve texto que le interesó mucho y que sintió como casi propio: "Todo lo que sabemos del mundo es incompleto, es inexacto. Cada día se nos presentan mayores datos que anulan un conocimiento previo, lo mutilan o lo ensanchan. Al ser incompleto ese conocimiento es como si no supiéramos nada".

Miro de pronto el mundo con los lentes del fragmento de Gombrowicz que me ha trasmitido Pitol. Y me acuerdo de algo que Juan Villoro dijo de la obra de nuestro amigo común: "La narrativa de Pitol no busca aclarar sino distorsionar lo que mira". Creo que desde siempre Pitol supo que nuestro conocimiento del mundo es incompleto, y eso explicaría que en sus relatos, por ejemplo, no trate de aclararnos nada, sino más bien desfigurar todavía más el mundo. Al acabar cualquiera de sus cuentos, he tenido siempre la misma impresión: podrían ser relatos cerrados de no ser porque nos falta la posibilidad de llegar a conocer la verdad de lo que nos ha contado; podrían ser cuentos cerrados si nos descubrieran algo que jamás nos revelarán: el misterio que viaja con cada uno de nosotros.

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Muy pocos cineastas han penetrado en las sombras, en lo siniestro, en lo misterioso, en el sentido freudiano de lo familiar que se torna extraño; siguen creyendo, por ejemplo, que es bueno que si se rueda una película sobre Manolete, el actor que incorpore ese papel se parezca a Manolete. Yo creo que en realidad eso aún va a ayudarnos menos a saber algo sobre el personaje. Y así para la película que preparan sobre el legendario torero han pensado en Adrien Brody, que está excitado con el proyecto: "El torero y yo nos parecemos como dos gotas de agua". Olvidan que, puesto que nada se sabe sobre nada, lo mejor es deformarlo todo aún más y que el mundo al menos aparezca como lo que es: siniestro y perturbador. El cine debería aventurarse a reflejar esto. Lo familiar (Manolete) debería tornársenos extraño a través de un actor que no se pareciera nada al torero, que lo distorsionara al estilo de Pitol, y así por fin podríamos tratar de captar realmente lo que nos interesa: el espíritu y el misterio del personaje, no su apariencia. Hay excepciones, eso sí, en este error en el que insisten tercamente los cineastas. Nunca olvidaré la gran fascinación, cargada de misterio, que sentí al ver al sombrío John Malkovich interpretando a alguien a quien no se parecía en nada, interpretando a Ripley (el personaje de Highsmith), al que todo el mundo antes identificaba con la cara de vainilla de un pobre Alain Delon a pleno sol.

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