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El mayor acontecimiento sociorreligioso del siglo XX

Juan José Tamayo

El Vaticano II es uno de los concilios más revolucionarios de la historia, tras los dos anteriores: el de Trento (1545-1563), que condenó la Reforma protestante, y el Vaticano I (1870), que proclamó el dogma de la Infalibilidad del Papa; ambos de signo contrarrevolucionario. Fue, sin duda, uno de los acontecimientos sociorreligiosos más importantes del siglo XX por sus repercusiones no sólo en el terreno religioso, sino también en el cultural, político y social, en sintonía con las transformaciones producidas durante aquella década de alta temperatura utópica en la esfera internacional. El cuarto de hora de locura de Juan XXIII, como algunos calificaron su decisión de convocar un concilio, fue en realidad un huracán que derribó los muros de incomunicación de la Iglesia católica con el mundo moderno.

El Vaticano II derribó los muros de incomunicación de la Iglesia católica con el mundo moderno
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El Vaticano II marca el final de la cristiandad triunfante considerada hasta entonces la única forma válida de encarnar el cristianismo en la historia y consustancial a la Iglesia católica. Con él tocaba a su fin el absolutismo eclesiástico y las multiseculares alianzas entre el trono y el altar, en nuestro caso, entre la Iglesia católica española y la dictadura del general Franco, legitimada por Pío XII con la firma del Concordato de 1953, pero no por sus sucesores Juan XXIII y Pablo VI, críticos severos del franquismo. En expresión del teólogo José María González Ruiz, el Vaticano II se convirtió en la "tumba de la cristiandad".

Fue Juan XXIII quien anunció el final de esa alianza en el discurso inaugural: "Los príncipes de este mundo se proponían defender sinceramente a la Iglesia. Sin embargo, se han guiado sobre todo por motivos políticos y demasiado preocupados por sus intereses". Estamos ante el final del agustinismo político. En el mismo discurso mostró su desacuerdo con los profetas de calamidades, que, "inflamados de celo religioso, carecen de rectitud de juicio y de ponderación... sólo ven ruinas y desastres y anuncian siempre infaustos sucesos".

La asamblea conciliar valoró positivamente el fenómeno de la secularización, que venía gestándose en Europa desde el Renacimiento y que condenaron los papas como pernicioso para la fe. Si Pío IX afirmaba en 1864 que la Iglesia no podía reconciliarse con el progreso, un siglo después, los obispos del Concilio defendían la autonomía de las realidades temporales y los avances de la civilización moderna. También se ponía fin a una larga etapa de anatemas y condenas contra la modernidad y se abría el camino para un diálogo en varias direcciones: con la increencia en sus diferentes manifestaciones: ateísmo, agnosticismo e indiferencia religiosa; con el pensamiento crítico, que se incorporaba a la reflexión teológica; con las iglesias cristianas no católicas, con las que inició un fecundo proceso de aproximación; con las religiones no cristianas, a las que reconocía como caminos de salvación.

El Vaticano II llevó a cabo una revolución copernicana en la concepción de la Iglesia al definirla como comunidad cristiana y no como sociedad desigual, según la expresión de algunos papas, y al poner el pueblo de Dios por delante de la jerarquía, no sin un fuerte enfrentamiento entre el ala episcopal conservadora y el ala reformadora. Aquí el orden de factores sí alteraba el producto. Primero se hablaba de lo que era común a todos los creyentes; después, de los diferentes ministerios de la comunidad entendidos como servicio, no como poder. Eso comportaba un cambio en las relaciones entre los cristianos, que empezaban a ser igualitarias y fraternas. Se ponían así las bases para un cambio estructural en la Iglesia, como dijo Karl Rahner, y para su democratización, que nunca llegó a materializarse.

El Concilio llevó a cabo un cambio de paradigma en la ubicación de la Iglesia en el mundo. Éste ya no es visto como enemigo del alma, junto al demonio y la carne, y como lugar de condenación, sino como escenario de salvación. La huida del mundo es sustituida por el compromiso para la transformación de la sociedad. Nada que ver con la imagen de M. Tronson en los exámenes de conciencia vigentes en los seminarios hasta mediados del siglo XX, donde se leían frases como ésta: "Adoramos a Nuestro Señor, que tiene un extremado horror al mundo". La Iglesia deja de ser fin en sí misma, para tornarse "sacramento histórico de liberación", en certera interpretación de Ignacio Ellacuría. Se siente solidaria con los gozos, esperanzas y angustias del ser humano, sobre todo de los pobres y los que sufren.

La mejor traducción de esta nueva ubicación es la Iglesia de los pobres, expresión acuñada por Juan XXIII: "La Iglesia se presenta, para los países subdesarrollados, tal como es y quiere ser: como la Iglesia de todos y, particularmente, la Iglesia de los pobres". Con esta frase el anciano pontífice trazaba el camino por el que debía transitar el Vaticano II. No fue ésa la tendencia imperante, ya que los obispos prefirieron centrarse en el diálogo con la modernidad como problema más acuciante. Pero la opción por los pobres pronto se hizo realidad en el Tercer Mundo, primero en América Latina, donde nació la teología de la liberación, después en Asia, a través del diálogo interreligioso desde la perspectiva de las víctimas, y en África, con la descolonización del lenguaje religioso y la inculturación de la fe.

El Concilio defendió los métodos historico-críticos para el estudio de la Biblia, la hermenéutica en la interpretación de los textos sagrados, las ciencias humanas y sociales para un mejor conocimiento de la realidad, y el pensamiento crítico para liberar la vida religiosa de un concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos. Estos principios sirvieron inicialmente a los teólogos de coraza protectora frente a las acusaciones de los sectores integristas, pero pronto fue la propia institución quien se olvidó de ellos y adoptó una actitud detectivesca empezando por los teólogos conciliares, algunos de los cuales fueron amonestados, juzgados e incluso condenados. Los teólogos sancionados primero por Pío XII y nombrados posteriormente asesores por Juan XXIII volvían a comparecer ante el antiguo Santo Oficio.

¿Qué queda de aquella asamblea episcopal, su impulso renovador o una añoranza al modo de los cuentos que empiezan "hubo una vez..."?, ¿la mecha que humea y las brasas bajo las cenizas, o sólo humo y cenizas? ¿Seguirá Benedicto XVI por la senda de la reforma que inició el Vaticano II, que él mismo como perito conciliar contribuyó a trazar? El Concilio es un legado que no puede dilapidarse, sino que ha de activarse, reformularse y recrearse en los nuevos climas culturales. Un legado que puede mantener viva la utopía de Otra Iglesia es Posible.

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones, de la Universidad Carlos III de Madrid.

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