El aniversario de la discordia
En su libro sobre La Constitución de 1978 (Alianza, 2003), Roberto L. Blanco Valdés sostiene que las constituciones, una vez asentadas, tienden a desaparecer en provecho de las prácticas democráticas que han ido generando. No parece, sin embargo, que la Constitución española haya emprendido aún el camino de hacerse discretamente invisible: por si el furioso estrépito de las reivindicaciones nacionalistas no fuese ya suficiente, la ruidosa concentración convocada en solitario el pasado sábado por el PP para conmemorar el 27º aniversario de su refrendo popular hubiese imposibilitado tal dulce eclipse. La estrategia del principal partido de la oposición -respaldado el 14-M por el 37,8% de los votos- para volver al poder que ocupó durante ocho años incluye la doble pretensión de reclamar el monopolio de la ortodoxia constitucional y de reprochar al resto de las fuerzas parlamentarias -representantes del 62,2% del electorado- actitudes de tibieza, deslealtad o animadversión hacia el pacto de 1978.
De esta manera, el desvanecimiento de la Constitución como marco implícito de la práctica política ha quedado frenado en seco por una ensordecedora tamborrada partidista que aumenta los decibelios de la vida pública hasta límites insoportables. La operación puesta en marcha por los populares para erigirse en defensores excluyentes del pacto de 1978 no es sólo una manipulación maliciosa sino también un despropósito. El edificio constitucional fue construido por un amplio acuerdo político, ideológico y territorial; el proyecto del PP de convertirse en el propietario del inmueble y echar a la calle a los inquilinos responde a la ensoñación onanista de consensuar la Constitución sólo con su sombra. Más grave sería aún que los populares pretendieran representar a la sociedad como su único partido, un oxímoron de raigambre totalitaria: aunque el PP lograse la mayoría absoluta parlamentaria, la tentativa de imponer a los demás partidos el trágala de una lectura antipluralista de la Constitución de 1978 llevaría antes o después a una crisis de Estado.
Por lo demás, la historiografía desmiente las leyendas que los dirigentes del PP propalan para presentarse como cristianos viejos del sistema constitucional. Hace 27 años, los populares difícilmente hubiesen aplaudido buena parte del discurso pronunciado el pasado sábado en la Puerta del Sol por el entablillado Mariano Rajoy en defensa de los valores y los principios constitucionalizados en 1978. Aunque el actual presidente fundador del PP votase a favor de la Constitución, sólo la mitad de los 16 miembros del grupo popular obedeció su ejemplo en el Congreso el 31 de octubre de 1978: cinco se pronunciaron en contra y otros tres se abstuvieron (protegidos por la declaración sobre libertad de conciencia adoptada la víspera por los órganos rectores de la formación). No fue algo imprevisible: el emotivo respaldo dado por el Congreso a la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977, que selló la reconciliación entre los vencedores y los vencidos en la Guerra Civil, no contó con el apoyo de los diputados populares.
La recomendación de voto favorable a la Constitución impulsada por Fraga, por lo demás, hizo explícitas sus discrepancias con las sombras del texto a cuya futura reforma se comprometía: desde la inclusión del término nacionalidades en el artículo 2 hasta el deficiente tratamiento dado a la familia, la libertad de enseñanza, el modelo económico-social, el derecho de propiedad y la libertad empresarial, pasando por la adopción del sistema electoral proporcional y los recortes a las instituciones de democracia directa como la iniciativa popular y el referéndum. El actual presidente de honor del PP -entonces funcionario de Hacienda en Logroño- no sólo compartía esas críticas sino que además justificaba retrospectivamente la "abstención beligerante" dirigida a boicotear el referéndum constitucional -cuyo 27º aniversario festejaron los populares el pasado sábado- y calificaba de "charlotada intolerable" el diseño de la organización territorial del Estado de las Autonomías que su partido ahora defiende a capa y espada. Bienvenido sea todo el mundo -Aznar incluido- al entusiasmo constitucional, pero a condición de no falsificar el pasado.
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