El patrón y el silencio interrogado
El pasado octubre el presidente Putin se sometió en la televisión a la directa "voz del país" para repetir su anual rito populista. ¿Qué papel desempeñará tal farsa cuando se estudie su régimen?
Sobre esto, por oído y por leído, cavilo ahora en Petersburgo mientras la escalera automática del metro de la estación de Finlandia me lleva con mi pensamiento a la vecina calle, a estas horas pringoso mercado de baratijas. Un cuarto de siglo atrás subí también por esta escalera, por igual destartalada y sucia. Desde entonces han mudado regímenes, expectativas, fronteras, mandamases. Tal mutación ha resultado crucial para la geoestrategia de nuestro mundo, pero a veces la ocasión o el humor arrinconan semejantes categorías. Por eso, prefiero fijarme en la catadura patibularia de los viajeros que he venido observando en el metro y que ahora me rodean. ¿Hasta qué punto habrán modificado ellos sus apetencias en esta convulsionada Rusia, pivote de tal cambio sísmico? Recuerdo el dictamen de Solzhenitsyn: derrumbado el edificio del comunismo, ¿no corrían sus compatriotas el peligro de perecer bajo los cascotes? Y añado yo: ¿no corren el peligro, en la historia trivial de cada día, de seguir deambulando por las galerías encantadas de una casa ya inexistente? Sobreabundan los estudios sobre la miseria general del país, la criminalidad omnipresente, el inicuo expolio de la riqueza nacional, la insaciable corrupción del funcionariado y la clase política. Pero la prensa también nos informa de que el presidente Putin aparece en los sueños eróticos de las rusas, y de que su índice de popularidad se mantiene en torno al 75%. Arriba puedo encontrarlo: en cualquier quiosco o librería. De frente, de perfil, con traje sobrio o informal, enfundado en un delantal marrón mientras hace sus pinitos de ceramista para delicia del pueblo. Las estampitas se compran; más de 20 millones de rusos sobreviven con menos de un euro al día, y el país registra en la revista Forbes 35.000 millonarios y 27 multimillonarios en dólares. Como Putin controla televisión, prensa, economía, ejército, docencia, beneficencia, educación, sanidad... ¿no es el momento de preguntar a tal compendio de responsabilidades cómo se las ingenia el país para seguir existiendo, sin repetir, según el plan Bzrezinski, el desmembramiento de la antigua URSS?
Así pues, la índole de las preguntas formuladas por millones de rusos equivalen a toda una biblioteca consagrada a los patrones de conducta y mentalidad aún prevalentes en la población tras 15 años de capitalismo. Se argumentará que se trata de un capitalismo bandolero y sui géneris, y que eso quizá explica el carácter pedigüeño y pueril (el síndrome del "niño maltratado") de la mayoría de las demandas. Pero no es menos cierto que en algún lugar ha de colocarse la linde separadora de una colectividad madura y consciente de sus intereses, frente a una masa amorfa que aún vive de mitos y no logra zafarse de la infantilización fomentada y aprovechada en otra época. Y, en fin, el mundo de hoy es un mundo de comunicación instantánea: en 15 años de evolución social podría esperarse columbrar lo que antaño quizá requería medio siglo en los tanteos de la racionalidad humana.
Y, a este respecto, el rito putiniano de las masas interrogantes arroja un saldo desalentador: por lo silenciado y por lo expreso. En Rusia, la participación en tales actos es multitudinaria, y los encargados de trillar el torrente de preguntas pasan a distribuirlas según su temática, con la promesa de Putin de que ninguna será eludida. Esa confianza irracional en lo que, aunque únicamente sea por motivos técnicos, sólo obtendrá como respuesta una banalidad ya clasificada, ilumina otro recodo de la escisión de la psique rusa. Por un lado, se desprecia al político y se desconfía de toda la esfera pública; mas, por otro, se nimba al presidente ("el Zar bueno") con un halo arbitral y conciliador. (Como si él mismo no procediera de idéntico cenagal, y no hubiera sido designado para el puesto por un reconocido delincuente).
¿Qué preguntas, en las condiciones de la Rusia de hoy, cabe esperar que formule un ciudadano atento a la realidad circundante, y para las que sobran los ojos y el buen sentido? Yo mismo le sugeriré al lector algunas de ellas, tomadas de entre las más cruciales. Es conocimiento público que, con la destrucción de la industria ligera, millares y millares de ciudades han caído en un abismo insalvable de miseria y paro, mientras se impone la baratura importada de China para trampear la necesidad. El costo humano reproduce el que reina en el agro ruso. Degradación cívica y moral, alcoholismo, criminalidad desatada y desidia hostil, a muerte, ante cualquier iniciativa propia. ¿Por qué, si la situación es tal, el régimen no se esfuerza en recuperar este sector de la economía mediante subsidios urgentes o préstamos a bajo interés? ¿Por qué el capital ruso nada invierte en la Rusia más necesitada, y casi nada en la que está a punto de precipitarse en ese pozo? Semejante pregunta no aflora por ninguna parte, porque el ruso percibe como ley natural que, salvo armamentos, gas y petróleo, su nación ya no produzca casi nada, y que en la práctica todo -desde las cuchillas de afeitar hasta quizá los instrumentos que graban la alocución presidencial- proceda de esos países ante los que se bizquea en consabida mezcla de envidia y aborrecimiento, como modelos de imposible pero proclamada imitación. (Hace años, la obsesión de "alcanzar" a Portugal era proclamada meta en labios del mismo Putin; ahora, el ministro de Finanzas Kudrin evoca el año 2050 como lugar del fausto encuentro en el bienestar y las libertades entre la sociedad rusa... ¡y la francesa!). Mas la pregunta sobre la inexistencia de productos nacionales de consumo común no se agota aquí: la misma prensa denuncia que, en Rusia, las tres cuartas partes de lo adquirido en ese campo procede del contrabando (desde televisores a cepillos de dientes, medicamentos, piezas de recambio, artículos de vestir...) o de la "economía en la sombra", que enriquece a la mafia criminalburocrática sin aportar ni un óbolo a las arcas estatales. Todo ello es sabido y comentado. Nada se aborda en las preguntas al presidente; ni cómo luchar contra ese fenómeno ni si el camino franqueado a la tercermundización tiene aún vía de regreso.
Más silencios: raro será el ruso partícipe en la fiesta putiniana que no se haya topado con la venalidad de la policía o el corrupto sistema judicial. La revista Vlast' publica en un reciente número el informe según el cual en Rusia se cometen 13 sobornos y cohechos al segundo (en dinero: 32.000 millones de dólares al año, según Transparency Interna-tional). Sólo esto destruye el mito con el que Putin pretende afianzarse en cuanto probo enemigo de oligarcas y burócratas corruptos. Mas también aquí lo silenciado impera: ni una sola pregunta sobre tal desastre; ni sobre las medidas que "el Zar bueno" podría tomar para luchar con la paralizante corrupción; ni una sola alusión a las iniciativas ciudadanas que vertebrasen la inexistente sociedad civil para, al menos, desenmascarar a los fautores de los más sangrantes casos. ¿En dónde está la prometida reforma judicial?
A Putin y a sus interlocutores bien se les alcanza que, en Rusia, todo sigue estando a la venta: diplomas universitarios, sentencias de tribunales, exenciones para servir en filas, licencias de importación, peritajes para cualquier empresa o negocio. Pero, repare el lector, aquí se trata de un saber preciso: a tanto en tal lugar, a tanto en tal otro, comentado con naturalidad y reiterado en la prensa. ¿Acaso se inhibe el régimen ante tamaño desafuero? ¿O es que al mismo régimen le interesa la subsistencia de tal estado de cosas tras sus consabidas reformas de relumbrón? Nuestro sufrido ciudadano puede, en fin, preguntarse lo que discurriría un niño de cortas luces: ¿en qué paran las pingües partidas del petróleo a los suculentos precios actuales? Quizá Putin responderá aquí que lo primero de todo es el Estado y el gasto armamentístico (Rusia es el segundo exportador de armas del planeta), así como las grandiosas maniobras navales en el Índico. Ésas sí devuelven al país el orgullo de "Gran Potencia" con la que se debe contar. Mas la pregunta (y la respuesta) sobre el precio de tales satisfacciones no aparece, porque la manipulación ideológica es muy profunda: el culto necio al Estado (la oculta "militocracia" glosada por la socióloga L. Kryshtanóvskaya) está llamado a embotar a priori cualquier mirada crítica.
¿Qué resta, pues, por discutir? Por ejemplo: si no sería posible elevar tal salario o pensión desde ésta a aquella miseria. Tal demanda se formula en un lenguaje timorato de resabios paternalistas, porque tampoco se cuestiona nadie por qué Rusia desconoce un movimiento sindical auténtico, o sea, el encargado de negociar convenios salariales que velasen por eso mismo: los salarios y las pensiones. El silencio revela lo que el ruso medio ignora o reprime en su inconsciente: en el capitalismo es preciso exigir y luchar con la huelga y medios afines, para que el patrón se domestique al echar sus cuentas, y acabe optando por la paz laboral y los salarios dignos como lo más beneficioso. A medio plazo, sus empleados se convertirán en consumidores. Idéntico apocamiento ante el interrogado cabe percibir en todo lo relativo a subsidios en especie, descuentos en billetes de autobús, gasolina barata o alojamiento de balde, que en la práctica ya agotan los bloques temáticos de la "franca conversación con el pueblo". A Putin sólo se le pide, y se le pide a modo de favor, como implorarían los reclusos en una prisión o los colegiales internos. Mas ésa no es sino la súplica de un inmenso siervo, individualizado ahora ante un señor que concede o retiene migajas según su generosidad o sus ocultos planes. ¿Por qué no rozar siquiera la cuestión de la inmensa farsa democrática propia de una Rusia sin oposición ni conciencia ciudadana, sugiriendo la adopción de medidas de incompatibilidad de cargos, o la penalización de cualquier transacción económica por parte de un funcionario en ejercicio? Diez mil millas comienzan con un paso, reza el proverbio: mas la cómoda perorata de Putin no sugiere ni la sombra de un palmo a cubrir.
Y es que, cerrados ahora los ojos en esta chirriante escalera de la estación de metro, me pregunto si, veinticinco años atrás, un programa parecido en el que "el pueblo soviético" se dirigiera por la televisión al jerifalte de turno, no arrojaría resultados harto similares. En ese plano, en el de los valores y las pautas generales de conducta, el tiempo parece detenido. El ruso percibe al Poder como una mole inmensa de la que nunca participa, pero a la que, con serviles mañas, algo puede arrancar. Los días alciónicos del entusiasmo y la disputa sobre la propiedad y la forma del Estado, las estatuas abatidas, la muda del nombre de calles y ciudades, el millón de personas que aquí, en San Petersburgo, se echaron a las plazas para oponerse al golpe de Estado contra el hoy aborrecido Gorbachov, constituyen o bien un paréntesis en el atávico comportamiento de la población, o bien un brote postizo y espúreo, por hechizo injertado en sus hábitos ancestrales. Mas los reflejos condicionados del hombre varían poco de país a país; y, como "el pueblo soviético" ya no existe, seguir trasegando categorías soviéticas sólo señala un embrutecimiento y una abdicación culpable. ¿Acaso no están ahí los ojos y el intelecto para ver y sopesar cómo se ha construido la nueva realidad capitalista, y lo que ésta ofrece? ¿Por qué este espejismo estéril y cobarde? El ofuscamiento enturbia cualquier situación: ante la catástrofe demográfica, los rusos se irritan cuando leen que un cuarto de los niños abandonados en sus inclusas son adoptados por esos norteamericanos que, como todos, "les han mentido". Los millones de rusas que renuncian a la maternidad mediante el rutinario aborto, la entrega del hijo a la temible asistencia pública o el frecuente infanticidio no parecen concitar ningún interrogante que apunte al corazón del sistema. ¿Cómo molestar al presidente con tamaña trivialidad?
Un cercano niño pelado al cero me ha recordado esta lacra en la degradación del país. Se trata de un ejemplo entre mil. La escalera mecánica sigue subiendo hasta la terminal en donde campean las estampitas del Putin ceramista y demás glorias del "Zar bueno". Sí, los escalones se elevan solos; pero la reflexión parece detenerme, y temo atónito que nunca alcanzaré la plataforma superior: tan agobiante y excluyente se vuelve lo pensado.
Antonio Pérez-Rangos es doctor en Filosofía por la Universidad de Cambridge. Ha estudiado Filología Eslava en Cambridge y en Moscú.
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