Un franciscano para el Idiazabal
El fraile Nicolás Segurola atiende en Arantzatzu el caserío Gomiztegi, donde se forman los aprendices de pastor
Tenía once años, cuando sus padres decidieron que su destino era estudiar en Arantzazu, en el seminario de los franciscanos, donde tantos niños como él recibían una formación elogiada por su calidad, pero también de reconocida dureza. Aquel día de septiembre de 1950 fue el último en el que Nicolás Segurola pastoreó el rebaño familiar. Y no lo olvidó nunca. Ni durante los cinco años que tuvo que permanecer interno ("menos mal que mis padres venían a verme de vez en cuando", recuerda), ni durante los años que ha estado al cargo del caserío Gomiztegi que los frailes adquirieron poco tiempo después de acabar la guerra civil.
"Eran tiempos muy duros, con centenares de estudiantes y decenas de profesores y había que dar café con leche todas las mañanas. Entonces se decidió comprar este caserío por 13.000 pesetas, muy poco dinero: costó más traer la luz y hacer la carretera de acceso. Estaba completamente abandonado, sus dueños habían marchado a América". El caserío no es bueno; el propio Segurola lo reconoce. Pero quizás por ese empeño de los franciscanos por atender causas que se tienen por perdidas, al final ha dado unos frutos inesperados.
En su primera época, la propiedad era más que nada una granja de vacas y cerdos que servía a la populosa comunidad de Arantzazu. Jornadas de trabajo intenso, imposibles de llevar a cabo sin la colaboración de los propios seminaristas que veían estas salidas como una liberación. "Han cambiado tanto los tiempos... afortunadamente: no era normal aquella enseñanza tan estricta, en la que te amenazaban con las llamas del infierno si salías de allí; es lógico que los chavales quisieran subir a Gomiztegi con las vacas".
Pero las vocaciones fueron declinando, y el caserío perdió su sentido como fuente nutricia de la industria de Arantzazu. Y entonces llegó la reconversión. En 1980 se decidió cambiar la orientación de Gomiztegi para dedicarlo a las ovejas, "que estaban en el más absoluto olvido: a punto de desaparecer", recuerda Nicolás Segurola. "Por otra parte, no se quería dejar la casa porque era reflejo de la Fraternidad de Arantzazu, de nuestra forma de entender el mundo, como decía Francisco de Asís: "Si tenéis, dad; si no tenéis, pedid". Aquí ha comido el lehendakari, pero también drogadictos".
Entre una cosa y otra, Nicolás Segurola volvió, treinta años después, al pastoreo. Con la misma ilusión que cuando era niño, aunque con menos práctica. "Los primeros quesos no se los comían ni los cerdos; me puse a elaborarlos con los recuerdos que tenía de cómo los hacía mi madre: la leche caliente, un poco de cuajo... sin embargo, eran incomestibles. Pero luego, cuando empezamos en serio llegamos a ganar el primer campeonato de España que convocó el Ministerio de Agricultura".
Entonces, no había denominación de origen y, menos, consideración social del oficio. "Como se decía, el más tonto de casa, para pastor", añade el franciscano sin titubeos. Poco a poco, se fue formando un rebaño, hasta alcanzar las 250 ovejas, cada una con su nombre. Su dueño reconoce a todas. Como prueba de que es cierto, Segurola saca del bolsillo una pequeña agenda de teléfonos reconvertida en registro de rebaño: Burumakurra, Koronela, Uztarri, Mokobeltz, Makurtxo, Adartxorrotx..., un listado escrito a mano que también es prueba de que el casero de Gomiztegi pertenece a la Edad Antigua del pastoreo.
Él mismo lo explica: "La vida del pastor ha cambiado por completo. Lo mismo que se habla de prehistoria, edad antigua, edad moderna, etc., en este ámbito hay que referirse a la vida antes y después del ordenador. Todo ha cambiado: no sólo la consideración del pastor y su forma de trabajar, también el valor del producto. Antes, lo que valía de las ovejas era la carne y la lana. Hace veinte años, por ejemplo, se pagaba por las pieles 700 pesetas; ahora las tiramos. Hoy en día, lo único que se aprecia es la leche para hacer queso".
Por cierto, un queso de primera, merecedor de premios sin fin, como reflejan las estanterías del despacho de Segurola que muestra, casi a su pesar, ante la insistencia de sus compañeros en el caserío. Y de los propios alumnos de la Artzai Eskola que fundó hace nueve años. Aquí, durante un año, se forman 20 chicos y chicas en los rudimentos de la cría y el cuidado de la oveja. La mayor parte procede de Euskadi y Navarra, pero también hay alumnos de otros lugares. Merecida fama tienen los chilenos, porque han conseguido criar la oveja latxa en el Sur de América. "Es más, uno de nuestros alumnos, de la isla de Chiloé, esta elaborando un queso de calidad, con mucho éxito, que llama Chiloezabal", explica, no sin cierta retranca Segurola, antes de comer, un día más, con los chavales de la Artzai Eskola.
Don de gentes
Nació en el caserío Largarate en el barrio de Matxinbenta de Azpeitia el 28 de marzo de 1939. Con el humor que le caracteriza, Nicolás Segurola comenta: "El último rincón del mundo, aunque para mí es el ombligo". Y de allí hasta Arantzazu, sin olvidar sus continuas tareas de promoción del queso de Idiazabal, del pastor, de competición de perros (el suyo, Alai, es el actual campeón de España), con un don de gentes que tira por tierra todos los tópicos del oficio que defiende. A sus 66 años, quien es patrono también de la Fundación Naturgintza vive con la austeridad que caracteriza a los de su orden (sólo hay que visitar la capilla del caserío para comprobarlo) y con una ilusión que asombra: ahora, una vez rescatado el pastor de su olvido, medita marchar a Perú como misionero.
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