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Columna
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Acoso interior

Gana puntos la brutalidad en nuestras calles, antes ciudad alegre y confiada cuyo sueño y seguridad velaban la pareja de municipales de ronda, que también daban la hora y el parte meteorológico: "¡Las cuatro y sereno!", "¡Las seis y lloviendo!", que reconfortaba la noche de los madrileños. Daba media vuelta el ciudadano bajo la tibieza de la manta apenas desvelado por la recia voz del vigilante nocturno, institución benemérita que desapareció hacia los años cincuenta. Hoy sería impensable resucitar la especie de los serenos que llevaban en la cintura las llaves de todas las casas de su circunscripción, conocían a los vecinos, auxiliaban a las parturientas, mediaban en la riña de los borrachos, transigían con los adulterios discretos y tenían a raya a los maleantes y camorristas. En su modesto arsenal autorizado figuraba un revólver de reglamento, que jamás vi, ni entreví. Les bastaba el fornido brazo y el chuzo ferrado con el que golpeaban los adoquines, tanto para anunciar su presencia como para ahuyentar a los indeseables. Se improvisaban agentes de la autoridad, si el caso lo requería, conocían el barrio y sus habitantes al dedillo y la mayoría procedían de Asturias y Galicia. Sueldo mísero y próvida propina; según las zonas, terminaban ricos.

Eran gente despejada, valiente y honrada. Aún conocí en Madrid y Barcelona al sereno que facilitaba a los trasnochadores una cerilla larga, bastante para llegar hasta el último piso, antes, claro, del encendido minutado y la generalización del ascensor, poco frecuente en época anterior a la Guerra Civil.

La vida de la ciudad ha cambiado por completo y las grandes aglomeraciones donde vivimos son un conglomerado de seres que se desconocen aunque vivan en el mismo rellano de la escalera. Cuando ahora tiene lugar algún hecho luctuoso, cada vez más frecuente, las vecinas y los vecinos esperan con impaciencia la llegada de la televisión, que sucede a la policía, los bomberos y el juzgado, para dar su versión particular del suceso que, por regla general, no aporta luz alguna. Aparecen las comadres y los compadres emperifollados y fotogénicos, mostrando su mejor perfil y la interpretación pormenorizada que suele responder al mismo cliché.

La ciudad, sus habitantes, las víctimas y los transgresores han adquirido una dimensión específica que oscila entre la sorpresa por el caso brutal y sanguinario y la suficiencia con la que se confirman los previos augurios. El infrecuente crimen pasional está sustituido por el salvajismo y la crueldad de quienes, intuitivamente, conocen que van a pagar un precio muy barato por desfogar el rencor y la impotencia que suelen mover la mano que empuña la navaja o el dedo que aprieta el gatillo.

Una violencia desconocida y extraña se instala entre nosotros en forma de inmisericordes bandas que no vacilan ante el homicidio cuyas consecuencias parecen siempre remotas y cuestionables. Hay joyerías modestas, de barrio, que intentan salir adelante con el trabajo de la familia y son atracadas una y otra vez, golpeados, asesinados sus propietarios por un botín de muestrario, en ocasiones, de escaso valor. Aparecen a la luz del día, destrozan los escaparates blindados y eliminan con impavidez cuanto se les pone por delante.

No parecen dar fruto los sucesivos intentos de restaurar la seguridad pública. Los agentes de cercanía, solos o en pareja, a pie, en bici o circulando cautamente en automóviles camuflados son recibidos con esperanza aunque justificado pesimismo. No es el caso de domeñar a una díscola banda de gamberros ocasionales sino -según todos los indicios- afrontan organizaciones conjuntadas y expertas ante el delito de sangre, mafias de todos los colores, procedencias y objetivos que han entronizado el crimen, la innoble explotación de las mujeres, el uso de menores desalmados y penalmente impunes.

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Como suele suceder, la justicia va por detrás del transgresor, torpe y mal pertrechada para el combate contra los aluniceros, los descuideros motorizados, el "comando" que desvalija los chalés y el chulo múltiple. Suele ser tal la destreza y el entrenamiento que se hace imposible pensar que los emigrantes en busca de horizontes laborales y de mejoramiento caigan aquí cuando han llegado al umbral del supuesto paraíso, proclives al ejercicio de una delincuencia experta e implacable.

Nada podrían hacer los antaño útiles serenos y poco provecho se saca de las contraofensivas oficiales ante esta lacra que hace peligrosas a las ciudades y envilecen la existencia de los madrileños.

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