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DON DE GENTES
Columna
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La llama se apagó

Elvira Lindo

HAY VECES QUE meto la pata. No es una cosa de ahora, es algo con lo que se nace, como el que nace chulo, arrogante o cojo. Yo, meto la pata. Desde chica. Mi padre ya me lo decía: los otros niños se equivocan, pero tú, hija mía, metes la pata. Eso era lo bueno de los padres antiguos, que te ponían la etiqueta sin contemplaciones. Como en mi generación los traumas aún no se habían inventado, pues como que no era para tanto. A veces te notabas tristón, sabiendo que toda la vida tendrías que ser fiel a la etiqueta de patoso incorregible, pero te resignabas, fuimos la última generación del franquismo de niños resignados. Lo digo por añadir un detalle personal en estos tiempos de recuperación de la memoria histórica. Entonces no era como ahora. Qué va. El otro día leí una carta que el padre de Darwin escribió a su hijo, le mostraba su desesperación porque el joven Charles era muy mal estudiante. El padre le decía: "Hijo mío, no te preocupas nada más que por cazar, por los bichos, los perros y los gatos, y vas a ser una desgracia, para tu familia y para ti mismo". Hoy en día diríamos que ese padre era pedazo de cafre: ¿cómo no se daba cuenta ese animal de que su hijo era Darwin, el del Origen de las especies? La suerte que tuvo Darwin es que, lejos de traumatizarse, consideró la carta como un desafío y quiso demostrar a su padre que observando bichos uno podía hacerse un carrerón. La versión de la carta de papá Darwin hoy en día sería la siguiente: "Hijo mío, no te preocupes si este mes no has progresado adecuadamente y no has hecho ni el huevo, tu madre y yo sabemos perfectamente que algún día brotará ese genio que hay en ti, y aunque así, a primera vista, hijo mío, cualquiera diría que eres un perfecto idiota, porque es que lo pareces, hijo mío, siempre con la cabeza hundida en la game-boy, no seremos nosotros quienes coartemos tus posibilidades creativas. Si otros genios sufrieron por la falta de apoyo de sus padres, no será este tu caso, mi pequeño y querido Darwin. Perdóname si alguna vez, en aras de tu formación, te exigimos demasiado instándote a leer siquiera una paginilla antes de que cojas el sueño. Mamá". A mí me hubiera gustado tener padres así, pero soy de la última generación del etiquetado, de cuando la madre te señalaba delante de todo el mundo y decía: "Esta niña es tonta, hombre", porque las madres no tenían ningún empacho en compartir con quien se pusiera a tiro lo que pensaban verdaderamente de ti. Yo fui la que metía la pata. Me pusieron la etiqueta y no hago en la vida otra cosa que responder a mi personaje. Pero nunca tengo mala intención, que es peor todavía, porque la gente respeta a los que tienen mala intención, a los que se insultan públicamente, pero no respeta a quien mete la pata. Me acuerdo que cuando Almodóvar fue nominado para los Oscar y Fernando León de Aranoa se quedó en puertas, Almodóvar dio una copita para sus amigos y admiradores. Yo entré, me bebí la primera copa de vino sin respirar, para soltarme un poquillo la lengua, y me acerqué derecha a León de Aranoa, que estaba allí, como un caballero, para felicitar al manchego universal. Y todavía hoy me pregunto por qué le dije: "¿Y tú, qué, vas a ir a Los Ángeles?". Se me quedó mirando tratando de discernir si lo mío era mala baba o falta de riego. Mi opinión personal: soy fiel a mi etiqueta. La semana pasada, por ejemplo, escribí unas cuantas bromitas humorísticas sobre la llama que el valiente pueblo boliviano regaló al diplomático (y sin embargo amigo) Chencho Arias. Hablé de esa llama que comenzó su exilio español en un jardín de Majadahonda y que, dada la vida errante de Superchencho, fue trasladada a un corral del bello pueblo de Vélez Blanco, el pueblo más famoso en Nueva York, gracias a ese patio renacentista que un millonario americano se trajo piedra a piedra y que ahora está colocado en el Metropolitan. Pues bien, yo estas bromas las escribí dando por supuesto que la llama es un animal que tiene el cerebro de un mosquito y que maldita la gracia que te tiene que hacer que el valiente pueblo boliviano, en vez de regalarte un jersey de lana de llama, te regale la misma llama en persona. Yo daba por hecho que tenerle cariño a una llama era algo tan difícil como que un rico pasara por el agujero de una aguja, pero no contaba, ay, con que Chencho es un tío con un corazón tan grande que en él caben todas las llamas, con lo cual me quedé de piedra cuando sonó el teléfono, ¡ring, ring!, y del otro lado surgió la voz siempre alegre, pero en este caso trágica, de ese hincha ilustre del Real Madrid: "Malas noticias", dijo Chencho desde su consulado de Los Ángeles. Reconozco que como para mí (concretamente) es mucho más importante la vida profesional que la personal, pensé en un primer momento que la tragedia Chenchil consistía en que de nuevo el gremio de actores americanos le había negado la participación en alguna película, como le pasó con The Interpreter, que no le dejaron aparecer porque no estaba sindicado (yo no vi la película en señal de protesta); pero una vez más me equivoqué. Chencho, con voz entrecortada, que se diría que casi no le salía del pecho, dijo: "Basta de bromas, querida, la llama falleció hace dos semanas. Sus restos reposan en Vélez Blanco". No supe qué decir. Tal vez ya sea tarde pero se me ocurre, a bote pronto, que tal vez para disculparme tanto con León como con Arias, Chencho podría organizarle al director un semanilla cultural en Los Ángeles o así. Connecting People.

Fernando León de Aranoa.
Fernando León de Aranoa.BERNARDO PÉREZ

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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