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Columna
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Terraza

Pocos elementos urbanos le dan tanta calidez a una ciudad como las terrazas. Pocos espacios públicos reconcilian tanto con la calle y muy pocos te proporcionan momentos tan reconfortantes. Tomarte un café o una cerveza en placentero reposo retando al mundanal ruido es uno de los pocos lujos que nos podemos dar todos los urbanitas sin distinción de clases. Las terrazas constituyen junto, a sus parques y jardines, los espacios más amables de una urbe, aquellos que propician las pequeñas grandes cosas. En Madrid hay unos 2.000 locales que cada año sacan el mobiliario al aire libre para que su clientela pueda consumir viendo el ajetreo de la calle. 2.000 bares y cafeterías que obtienen un rendimiento económico añadido al buen tiempo gracias a la ocupación de la vía pública, rendimiento del que, por supuesto, participan glotonamente las arcas municipales.

Es, sin embargo, un negocio de temporada limitado por un clima continental que no consiente generalmente grandes alegrías a la intemperie más allá de los seis meses al año. Una limitación que otras ciudades europeas, donde hace bastante más frío, han resuelto permitiendo el acristalamiento de terrazas. Aquí en Madrid eso no está permitido, salvo raras excepciones que la normativa municipal sustancia en el hecho de que una posición privilegiada facilite la contemplación de paisajes singulares por su valor histórico, artístico o arquitectónico. Esa norma no admite tampoco un elemento relativamente reciente y que está triunfando en las terrazas de medio mundo: me refiero a las estufas tipo seta que, alimentadas por gas, proporcionan el calor necesario para aguantar el tipo aunque haga frío.

El artilugio posibilita el prolongar unas semanas más la temporada y salvar los días malos de la época buena. La seta no te libra, en cambio, del viento ni del frío severo y su calor muy localizado despista al organismo poniéndole en riesgo de pillarse un pasmo. Lo mejor, sin duda, son las terrazas con cristales móviles de las que Madrid apenas puede disfrutar por una normativa cuya redacción estuvo condicionada por la estrechez de sus calles. Es evidente que la nuestra es una ciudad de vías angostas, cuyas aceras no permiten la instalación de estructuras fijas sin riesgo de expulsar al peatón a la calzada. Es más, la inmensa mayoría ni siquiera tiene los cuatro metros y medio que la norma exige para sacar mesas y sillas en verano.

Pero, aunque no sean muchas, si existen en Madrid calles con la suficiente anchura de calzada para instalar veladores que no estorben y permitan mantener el ambiente en la vía pública durante los rigores invernales. El equipo de Gallardón le está dando vueltas al asunto y parece decidido a modificar la ordenanza con el objeto de consentir la instalación de terrazas acristaladas. Al margen del filón recaudatorio, que sin duda animará la voluntad de los regidores municipales, la iniciativa puede resultar muy beneficiosa para la ciudad o, por el contrario, simplemente desastrosa. Depende de cómo se haga. Si esa modificación propicia un desmadre en las aceras, como el que reina actualmente en las fachadas, por la ambigüedad legal con los cerramientos de terrazas particulares, el desastre está garantizado. Si se redacta, en cambio, una norma rigurosa que no admita chapuzas y cuide con esmero la estética, Madrid saldrá ganando. Las actuales terrazas de verano ofrecen, sin ir más lejos, ejemplos notables de lo que es tratar con gusto y respeto la calle mientras otras son un referente de cómo convertirla en una cutrez. No hay que olvidar que la Policía Municipal se pone cada verano las botas denunciando terrazas por incumplimiento de horarios, ocupación de espacios, exceso de ruidos o simplemente por dejar la calle como un basurero.

Para los posibles cerramientos París sería, según cuentan, el modelo a seguir en las calles más amplias y Roma el de las que andan más justas de espacio. En la capital francesa amplían el local con un saliente acristalado mientras que en la italiana sitúan las estructuras de vidrio al borde de la acera. Las dos pueden ser válidas en Madrid, dependiendo de las dimensiones, siempre que la nueva normativa tenga autoridad e instrumentos para impedir desmanes en la vía pública. No es lo mismo una ciudad de glamourosos veladores que otra sembrada de chamizos chaboleros.

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