El tiempo del placer
La dimensión temporal del ser humano en relación con la salud y la enfermedad posee muchas facetas diferentes cuyo estudio apenas ha sido iniciado. En estas mismas páginas (véase EL PAÍS del 21 de junio de 2005), hablábamos de la incidencia que tienen, en el sufrimiento de los enfermos, los tiempos de espera inciertos. Hoy desearía abordar, brevemente, el tema de la importancia del tiempo en otro aspecto de gran relevancia en el campo sanitario: el de los comportamientos preventivos y de riesgo.
Si no disponen de información sobre los peligros que implican, parece lógico que las personas lleven a cabo comportamientos de riesgo para su salud y su vida en el ámbito de las drogas, la conducción de vehículos, el control del peso o las relaciones sexuales con personas desconocidas. Todos los expertos coinciden en que la información debe ser el primer peldaño para suscitar cambios desde las conductas de riesgo a los comportamientos de prevención. La información es necesaria, pero ¿es suficiente? ¿Por qué personas inteligentes que disponen de excelente información caen en el alcoholismo, se mantienen esclavos del tabaco, conducen con exceso de velocidad, son incapaces de seguir una dieta o se exponen a contraer el VIH? La respuesta, siquiera sea incompleta, la encontramos una vez más en la dimensión temporal de las relaciones que mantienen los seres humanos con el entorno con el que interactúan. En el tema que ahora nos ocupa, el elemento crítico suele residir en la inmediatez de las consecuencias agradables que reporta la práctica de los comportamientos de riesgo en comparación con la demora del placer y baja probabilidad de las consecuencias negativas que dicha práctica también supone. En efecto, la ingesta de una droga (sea heroína, cocaína, tabaco o alcohol) proporciona, de forma segura y prácticamente inmediata, una sensación agradable y/o el alejamiento de un estado desagradable (el mono); conducir a velocidad elevada, sobrepasar a otros vehículos, suele inducir asimismo una sensación de control sobre el ambiente sumamente agradable, que suele incrementarse si nos sentimos observados y admirados por nuestra pericia en el manejo del volante; apreciar en la lengua y en el paladar el delicado sabor de un crujiente pastelillo de crema tras su adquisición, o experimentar el orgasmo en una relación sexual (con personas que estén, o no, infectadas) suele asimismo proporcionarnos, de forma inmediata, consecuencias placenteras. Para entender nuestra frecuente falta de coherencia entre la información de que disponemos y el comportamiento que practicamos, el énfasis debemos colocarlo tanto en el contenido de la información, como en la inmediatez de las consecuencias placenteras que nos proporciona la práctica de las conductas de riesgo.
Para que se vea más clara la importancia del factor temporal del que estamos hablando, supongamos por un momento que disponemos de datos completos sobre las prácticas heterosexuales de un país determinado: número de coitos, frecuencia de uso de métodos anticonceptivos, errores que se cometen en el uso de los mismos, periodo de fertilidad de las mujeres involucradas, etcétera; supongamos asimismo que somos capaces de calcular la probabilidad de tener un hijo en función del número de coitos; así, por ejemplo, en este país imaginario, se concebiría un niño cada 700 coitos. ¿Qué ocurriría, si manteniendo constante esta probabilidad, cambiáramos la relación temporal gestación / orgasmo? El bebé -a la pareja que le tocara por azar entre las 700- aparecería entre las sábanas, sin orgasmo alguno que lo precediera, inmediatamente después del coito; en cambio, para todas las parejas, incluida la del hijo, la percepción de los orgasmos -de la misma calidad, intensidad y duración que los actuales- se experimentaría al cabo de nueve meses. Observe el lector que nada cambiamos sobre la cualidad y la cantidad de los orgasmos; nos limitamos a actuar sobre su relación temporal: en el presente, el orgasmo se produce durante el coito, y el niño, si hay concepción, aparece tras una gestación de nueve meses; en nuestro país imaginario, todos los orgasmos tardarían nueve meses en experimentarse y los escasos bebés concebidos serían inmediatos. ¿Cuáles creen que serían las consecuencias de este cambio temporal entre conducta y consecuencias?
¿Qué pasaría si, tras pagar los cuatro euros de nuestro apetecible pastelillo de crema, no experimentáramos el agradable sabor, dulce y crujiente, en la boca hasta al cabo de una semana? ¿No sería mucho más fácil evitar la obesidad, el colesterol, tal vez las complicaciones cardiovasculares, y seguir una dieta?
Evidentemente, el factor temporal, la inmediatez, no es el único factor que hay que tener en cuenta. Existen muchas personas en nuestro entorno que no practican comportamientos de riesgo a pesar de lo agradable de sus consecuencias inmediatas intrínsecas, pero deberíamos aprender -y tener en cuenta- que el elemento temporal influye, a veces decisivamente, en nuestro comportamiento: el placer inmediato, el resultado inmediato, la ganancia inmediata, constituyen la esencia de unas tentaciones permanentes que no nos deberían coger nunca con la guardia baja.
Unas estrategias educativas eficaces que enseñasen a los niños la importancia de aprender a demorar el tiempo entre comportamiento y consecuencias son tan esenciales como los contenidos que se enseñan en las escuelas, y deberían constituir uno de los mejores antídotos ante los posibles efectos negativos de las Gameboys, las PlayStations y los juegos de ordenador, todos ellos grandes suministradores de consecuencias múltiples, agradables, seguras e inmediatas que inducen -o por lo menos modulan- en muchos de nuestros jóvenes la imperiosa necesidad de seguir dándole continuamente al teclado, sin dejar de mantener la vista en la pantalla, como el mejor medio para evitar el aburrimiento y la frustración.
Ramon Bayés es profesor emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona (ramon.bayes@uab.es).
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