Veinticinco bofetadas
En el calendario mundial de las causas desesperadas o pendientes, el 25 de noviembre está reservado para la denuncia de la violencia contra las mujeres, de la violencia de género, del terrorismo doméstico. Uso sus distintos nombres porque todos me parecen bien; cada uno subraya un aspecto, un filo del problema. Todos suman enfoques, es decir, vías para combatirlo. Hablar de "violencia contra las mujeres" es señalar la evidencia misma de lo que hay. El término "terrorismo" subraya la dimensión político-social de esta forma de violencia y la magnitud de sus destrozos. "Doméstico" nos impide olvidar que las mujeres maltratadas lo son en el interior de sus casas y en el corazón mismo de su vida familiar. La fundamental referencia al "género" revela la culturalidad de estas agresiones, el sustrato ideológico del machismo criminal.
Hago piña también con todos esos nombres como una forma de oponerme a ciertas distracciones lingüísticas. El debate terminológico, el de la elección del título del drama, sigue siendo unos de los que más pasiones y atenciones despierta. Esta consideración verbal me resulta particularmente sangrante en un asunto que tanta sangre desconsiderada arrastra.
Como cada año, este 25 de noviembre hemos contado a las asesinadas; constatado el aumento de las denuncias por malos tratos, repetido que, de todas maneras, éstas no representan más que un pequeño porcentaje del total violento. Hemos inventariado también las medidas de protección social, policial y judicial existentes; los esfuerzos que se han hecho en ese sentido: dotaciones aumentadas, servicios especializados, contundencia sancionadora. Y no seré yo quien subestime el valor de las medidas de apoyo y protección a las víctimas de violencia de género, y de disuasión y represión de sus agresores. Pero aunque funcionen bien, aunque funcionen de maravilla, nunca serán suficientes y, sobre todo, nunca dejarán de constituir la prueba de un fracaso. De un rotundo fiasco social. Porque para cuando se llega ahí, a la necesidad del amparo y la pena, ya es demasiado tarde. Ya estamos en la desembocadura del asunto. El daño fundamental ya está hecho.
Entonces como siempre, pero de manera concentrada en este 27 de noviembre, dos días después de la fecha marcada en el triste santoral del mundo, hay que insistir en la importancia de atajar el problema de raíz. De agrupar los medios, las ideas, las responsabilidades políticas, los argumentos sociales y culturales en torno al origen de la violencia contra las mujeres; en la mismísima fuente de donde brota. De donde beben el sexismo, la discriminación, la confusión interesada entre diferencia y desigualdad. Hay que alumbrar y desmantelar los nidos del machismo que ya sabemos que tarde o temprano se vuelven nichos, tumbas literales o simbólicas para las mujeres.
Pero es en el terreno de las fuentes donde menos veo los cambios significativos, los radicales giros de timón. Lo que veo con toda claridad es al lenguaje machista campando aún a sus anchas. Y el cuerpo femenino puesto aún de cebo o guarnición de muchos platos comerciales. Y a la publicidad, que despista cuando se dirige al público adulto, sembrando abiertamente en las mentes infantiles la discordia de los juegos de rol. Y veo que el deporte, hoy referencial escuela de valores, sigue siendo correa de transmisión del sexismo, entre otras cosas porque sigue patrocinando un mundo hecho de héroes (del balón, la raqueta o el volante) y de chicas de compañía (animadoras, recoge pelotas o pit babes).
En un mundo donde se representa que las mujeres están básicamente para animar el cotarro, es fácil que las que se salen del guión sean consideradas aguafiestas; con las consecuencias conocidas o peor. "Veinticinco bofetadas -dice el poema de Lorca-, veinticinco bofetadas... no habrá pañuelo de seda para limpiarme la cara". La cara social que tampoco este año va a caerse de la vergüenza.
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