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DON DE GENTES
Columna
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La madre del artista

Elvira Lindo

DE LA FAMILIA Banderas-Griffith, la que vale de verdad es la madre. Cuando digo la madre me refiero a la madre de él. Reconozco que a la madre de ella le debemos películas memorables y ser la rubia enigmática y frígida de Hitchcock, al que a partir de ahora, y en un arranque de originalidad sin precedentes, voy a llamar el mago del suspense; reconozco que Marnie la ladrona es mi personaje favorito de la historia del celuloide, pero ¡donde se ponga doña Ana! Confieso que me tragué, en uno de esos domingos en los que acabas espatarrao en el sofá porque estás abierto a todo lo que te echen (a nivel televisivo, digo), un documental sobre doña Tippi, y hay que alabarle que la mujer ha hecho todo lo posible por tener una biografía digna de ser contada, aunque sea en la sección de sucesos del New York Post. Se llevó a sus hijos, incluida Melanie, a vivir a una especie de chalé con zoo en mitad de nowhere y lo llenó de animales salvajes, pero sin rejas ni nada. Y allí vivían, como amancebadas con los animales. A mí eso no me gusta. Va a sonar muy fuerte, pero yo creo en las rejas. Yo (concretamente), si me viera en la tesitura (por esas vueltas que da la vida) de tener un tigre en el jardín (que no creo), lo preferiría en cautividad. Chencho Arias, que tiene una carrera cinematográfica más irregular que la de Tippi, pero cuya biografía no es manca, tuvo una llama que le regaló el Gobierno boliviano en su jardín madrileño. La llama daba vueltas a la casa, creyendo que era un perro. La llama escupía a todo aquel que entraba, aunque fuera del Real Madrid. Las llamas no tienen sentimientos. La llama se cayó un día a la piscina y se le mojaron las lanas. Una llama mojada dentro de una piscina es un trabajo para el cuerpo de bomberos. Pero la familia Arias se tiró al agua y la rescató. Ahora esa llama vive en un corral almeriense creyendo que es un burro más. No hay ningún estudio que demuestre que las llamas tengan conciencia de su propia identidad de llamas. Ella está en Almería como podría estar en Bolivia, y sólo tal vez, de vez en cuando, esa llama, agobiada por el calor, piense: hay que ver el calentamiento del planeta cómo está afectando a Bolivia. Pero volvamos a la suegra de Banderas y a su zoo: la cosa acabó muy mal. Uno de los tigres atacó a Melanie, y a punto estuvimos de quedarnos sin Melanie, sin Armas de mujer, sin La noche se mueve, sin Algo salvaje, sin María Estela del Carmen... Una pena. Eso, por ejemplo, doña Ana nunca lo hubiera hecho. Es por ello que, puestos a elegir, me quedo con doña Ana. Es por ello que, si yo tuviera que dejar a mi hijo, lo dejaría sin dudar con doña Ana; porque yo, de esas madres que quieren tanto a los animales salvajes, no sé, no me fío. Las veo como locarias. Pero volvamos a doña Ana porque esta semana me he acordado mucho de ella y quisiera hoy rendirle pequeño pero sincero homenaje. Doña Ana fue la primera persona que a mí me habló de Don Johnson. Entendámonos, yo a Don lo conocía de Corrupción en Miami, pero nunca le había dedicado dos minutos de conversación. Yo podía haber muerto sin hablar de Don Johnson, pero en un festival de Málaga conocí a doña Ana, y hablando de la familia, natural, salieron todos a relucir: Tippi, Don y toda la pesca. Me pareció ese tipo de madre española que lo lleva todo p'alante, que te habla de que gracias a Dios la relación de Melanie con Don ha mejorado, que su Antonio quiere mucho a la chiquilla de Don como si fuera suya, y que se llevan muy civilizadamente, Don, Antonio, Melanie, Tippy, en fin, todo dicho con una naturalidad malagueña que tú hasta te olvidabas de la manía que le tenías a Don Johnson cuando le veías uno de esos domingos de aburrimiento en que te espatarrabas en el sofá abierta a todo lo que te echaran. El caso es que esta semana estaba yo dándome una vuelta por Miami Beach, disfrutando de ese reducto maravilloso de art déco que es lo único que merece la pena de esa ciudad en la que no eres nadie sin coche, cuando me acordé de Don, y tras el recuerdo de Don vino el de doña Ana. Y ya no se me fue de la cabeza. Comí en un restaurante de la calle Ocho, esa calle mítica del cubaneo, que ya no es mítica porque se ha convertido en una autopista, como toda América. El restaurante se llamaba Versalles, y era como un Versalles del todo a cien, lleno de rosas y de espejos en los que se reflejaban los moños de las jovencillas y los cardados de las abuelas. Uno se sentía mareado entre tanta bandeja de puelco, de ropa vieja, de frijoles que iban y venían entre las mesas con familias que parecían españolas. El padre, la madre, los niños chicos, las hijas mayores con moños imposibles y las abuelas de cardados violentos. Todas parecían doña Ana. Doña Ana multiplicada en los espejos del restaurante Versalles, cien doñas Anas en esta ciudad en la que lo raro es encontrar un Don Johnson. Tantas doñas Anas que llegaron de Cuba hace cuarenta años y no hablan palabra de inglés. Pensé allí en medio, disfrutando de ese trato tan cálido de las camareras cubanas -"mi niña, mi amol, qué poquito me comen los señores"- que ese restaurante sería un buen escenario para las peores pesadillas de Huntington. Para mí, rodeada de tanta doña Ana, era como estar un domingo en calle Larios viendo como la abuela le mete el tenedor lleno de comida al nieto en la boca. Hazme caso: de esa familia, la que vale de verdad es la madre.

Tippi Hedren y Sean Connery, en <i>Marnie la ladrona</i>.
Tippi Hedren y Sean Connery, en Marnie la ladrona.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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